Miami.— En la víspera de su segunda investidura, Donald Trump prometió que laestadounidense dejaría de ser una “invasión”. “Para cuando se oculte el sol mañana, la invasión de nuestro país habrá llegado a su fin”, dijo ante miles de seguidores que aplaudían la promesa de “la mayor operación de en la historia de Estados Unidos”. Esa frase marcó el tono de un año en el que México se convirtió, otra vez, en muro, sala de espera y amortiguador de la estrategia migratoria de la segunda era Trump.

Ya como presidente, Trump ejecutó ese discurso en forma de órdenes ejecutivas firmadas a una velocidad inédita. Declaró emergencia nacional en la frontera sur, ordenó la suspensión del reasentamiento de refugiados y clasificó a varios cárteles como organizaciones terroristas, abriendo la puerta a una lógica de “enemigo” también contra redes de migración irregular.

En la misma ráfaga reinstaló el programa Quédate en México, que obliga a solicitantes de asilo a esperar del lado mexicano, canceló el uso de la aplicación CBP One para convertirla en CBP Home para promover autodeportaciones, reanudó la construcción del muro y el despliegue de tropas bajo el Comando Norte. “El mensaje a México fue claro desde un principio, aceptar más retornos, contener más gente y hacerlo rápido y sin chistar”, dice a EL UNIVERSAL la activista política y comunitaria Laura Gómez.

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El Caucus Hispano del Congreso de Estados Unidos, integrado por legisladores demócratas de origen latino, denunció las medidas como un ataque frontal a millones de familias. “La gran mayoría de los inmigrantes indocumentados son personas trabajadoras que han pagado impuestos y contribuido a la sociedad estadounidense durante décadas”, recordó el congresista Joaquin Castro, subrayando que Trump “insiste en equiparar a los inmigrantes con delincuentes” pese a que los propios datos federales demuestran lo contrario.

Como resultado de acuerdos directos con Trump, el gobierno mexicano desplegó 10 mil elementos de la Guardia Nacional a los seis estados fronterizos mexicanos.

En Estados Unidos, la maquinaria de redadas se aceleró.

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El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) y la Patrulla Fronteriza (CBP) reanudaron operativos en barrios, centros de trabajo, iglesias, escuelas y hasta hospitales, después de que Trump eliminara restricciones sobre los llamados “lugares sensibles”, especialmente en las llamadas ciudades santuario. La nueva ley de deportaciones aprobada en el Congreso amplió la expulsión a personas sin papeles que hubieran cometido delitos menores, aunque no tuvieran condena, borrando líneas que antes protegían a parte de la comunidad.

“Desde un inicio se presentaron detenciones violentas de agentes federales con el rostro tapado, sin identificarse”, señala Gómez; y, según abogados y organizaciones civiles, sin mostrar orden judicial alguna.

En Washington DC, varios medios documentaron operativos de ICE con “agentes enmascarados, patrullas sin identificación, detenciones sin aviso”; más de 600 arrestos en tres semanas que dejaron barrios enteros en vilo.

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El siguiente giro llegó en marzo, cuando el gobierno de Trump reabrió el centro residencial de Dilley, en Texas, para encerrar hasta 2 mil 400 familias migrantes, incluidos bebés, reeditando las baby jails que habían sido ampliamente criticadas en 2018.

En redadas como las de los invernaderos de cannabis de Carpinteria y Camarillo, en California, soldados de la Guardia Nacional aparecieron armados y con equipo táctico, conteniendo a vecinos y manifestantes mientras decenas de trabajadores, en su mayoría migrantes, eran sacados en fila hacia los camiones de traslado; en la frontera, columnas de vehículos militares y puestos de observación de estilo castrense se volvieron parte estable del paisaje urbano de ciudades como El Paso, Brownsville o Yuma, reforzando la idea de que “el control migratorio se militarizó hasta el punto de convertir a soldados y guardias en policías migrantes en detrimento de su profesión”, comenta la activista Gómez.

El gobierno cifra en 605 mil las deportaciones y en 1.9 millones las autodeportaciones, aunque la cifra real de deportados ronda los 300 mil. Según datos recabados por la cadena estadounidense CNN, 53% de los latinos deportados por EU son mexicanos (unos 111 mil, hasta octubre).

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Las consecuencias económicas se han hecho sentir: un análisis de Civil Eats señaló que, entre enero y julio, al menos un millón 200 mil personas nacidas en el extranjero salieron de la fuerza laboral estadounidense y que la agricultura ya mostraba una caída de 6.5% en la mano de obra, en plena temporada de cosechas. Otro reporte, de VisaVerge, describió obras de reconstrucción, sólo en California, operando “con menos de la mitad de su fuerza laboral normal”.

En México, las remesas enviadas desde EU cayeron alrededor de 5% respecto al año anterior, una baja de más de 2 mil 500 millones de dólares entre enero y octubre, según cifras del Banco de México. La “cacería” ha resultado un pierde-pierde, a ambos lados de la frontera.

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