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A diferencia de años anteriores, la selección del personaje 2025 en el mundo fue un ejercicio más bien simple. Si bien hubo otros casos notables, ningún otro generó tanto impacto como el presidente Donald Trump.
Aunque la retórica empleada durante la campaña electoral del 2024, donde el republicano se impuso con cierta comodidad frente a la demócrata Kamala Harris, ya auguraba una presidencia aún más explosiva que la que encabezó entre el 2017 y el 2021, pocos -salvo probablemente su núcleo más cercano-, anticiparon lo estruendoso que sería su regreso a la Casa Blanca.
En sus 11 meses de gobierno, Trump, como una aplanadora, ha reconfigurado alianzas históricas, desmantelado sectores enteros, empujado a Estados Unidos por un sendero que muchos ven como autoritarista y borrado -de un plumazo- las bases que sostenían el comercio internacional.
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Acciones, en su conjunto, que se han sentido no solo a nivel interno sino en todos los rincones del planeta.
En la arena doméstica, su mandato se ha caracterizado por una dramática expansión del poder Ejecutivo a través de decretos y órdenes ejecutivas que le han permitido ejecutar una agenda con tinte nacionalista que avanza con el auspicio de un Congreso de mayoría republicana que parece rendido a su poder.
Como prometió, uno de sus énfasis ha estado en el área migratoria, donde reactivó y amplió programas de deportación acelerada, ordenó redadas masivas en ciudades santuario y desplegó unidades tácticas del ICE en zonas urbanas para ejecutar arrestos en centros laborales, estaciones de transporte y colegios.
Según cifras oficiales, más de 300.000 personas han sido detenidas bajo nuevos lineamientos que permiten retener a migrantes sin proceso judicial durante periodos prolongados. A ello se suma la reinstauración -y ampliación- de programas de detención familiar que habían sido desmantelados en administraciones anteriores.
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Según cifras oficiales, durante estos primeros 10 meses en el poder la administración ha deportado a casi medio millón de personas, la mitad de lo que había prometido el presidente, pero una cifra histórica comparada con anteriores gobiernos.
Paralelamente, Trump también ha venido desmantelando pilares históricos del aparato federal. El Departamento de Estado, por ejemplo, sufrió uno de los recortes más profundos de la era moderna, con la eliminación de direcciones enteras vinculadas a derechos humanos, cambio climático y diplomacia pública.
El Departamento de Educación, por su parte, fue reducido a su mínima expresión mientras que otras dependencias y centros de pensamientos desaparecieron por completo.
La expansión del uso de fuerzas federales dentro del territorio estadounidense marcó otra ruptura. En ciudades como Portland, Chicago y Atlanta, agentes federales intervinieron directamente durante protestas, huelgas y operativos antidrogas sin coordinación con autoridades locales, abriendo un profundo debate sobre la politización de las fuerzas de seguridad y su uso para avanzar en la agenda del gobernante de turno.
Su relación con la prensa, que ya venía en franco deterioro, se ha tornado en un verdadero campo de batalla. El presidente pasó de catalogar a varios medios nacionales como “enemigos del pueblo”, a lanzar investigaciones formales contra muchos de ellos y promover millonarias demandas que son vistas como un mecanismo para forzar la autocensura.
Las conferencias de prensa se han vuelto espacios de confrontación abierta, con vetos temporales a reporteros, insultos y acusaciones públicas que han encendido alarmas entre organizaciones de libertad de expresión.
El sistema judicial tampoco ha escapado a esta dinámica. Trump ha desafiado directamente decisiones de cortes federales, demorando o negándose a implementar fallos relacionados con inmigración, transparencia o límites al Ejecutivo. Además, ha promovido investigaciones del Departamento de Justicia contra rivales políticos, exfuncionarios de su propia administración y fiscales estatales que impulsaron causas en su contra.
“Ya sabíamos que Trump 2.0 sería disruptivo. Pero la escala de su agenda y la velocidad con que la ha implementado han sido aplastantes. En estos primeros meses hemos descendido por un espiral antidemocrático que normalmente suele tardar años en consolidarse”, dice Gail Hert, ex funcionario de la CIA y parte de Estado Estable, organización de más de 340 ex miembros de agencias de seguridad que acaba de publicar el reporte Valoración sobre el declive democrático.
De acuerdo con Hert, el grupo decidió elaborar el informe porque “estamos viendo en EE. UU. los mismos riesgos que antes solían analizar en otros países”.
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Según sus autores, Estados Unidos estaría entrando en una fase de “autoritarismo competitivo”, donde las instituciones continúan funcionando formalmente, pero son manipuladas de manera sistemática para asegurar beneficios políticos a un solo actor.
Su impacto mundial
En el frente internacional, el regreso de Trump a la Casa Blanca se ha traducido en un brusco viraje respecto a la arquitectura global construida desde la Segunda Guerra Mundial. Washington se ha distanciado de sus socios europeos tradicionales y ha puesto en duda la viabilidad de la Otán, llegando incluso a suspender contribuciones clave para su financiamiento con la idea de que Europa “vive gratis bajo el paraguas militar estadounidense”.
Este realineamiento se hizo evidente en los grandes conflictos abiertos. En Ucrania, la Casa Blanca congeló por momentos parte de la asistencia militar, condicionándola a negociaciones directas con Moscú que condujeran a un acuerdo de paz.
Algo que no ha logrado hasta la fecha, pero que se ha convertido en un serio irritante para las relaciones con el Viejo Continente, que todavía busca su espacio en un mundo donde su aliado histórico amenaza con replegarse mientras que su máximo rival, Rusia, sigue ganando terreno.
En Medio Oriente, si bien la política de Trump ha estado marcada por un respaldo firme a Israel y una posición ambigua frente a la crisis humanitaria en Gaza, su plan de paz condujo a la liberación de los rehenes por parte del grupo terrorista Hamás y un frágil cese al fuego que limitó de manera considerable los muertos en el enclave.
A la vez, su estrategia de contención hacia Irán se intensificó significativamente, culminando en el bombardeo unilateral de instalaciones militares en Isfahán en octubre, una operación ejecutada sin coordinación plena con socios regionales y que reconfiguró el equilibrio de seguridad en la zona.
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En materia económica, Trump sacudió el tablero al imponer aranceles globales del 10 por ciento a todos los países del mundo -y muy superiores para naciones específicas- bajo el argumento de restablecer un supuesto desequilibrio en la balanza comercial y promover la producción estadounidense.
Con el paso de los meses, sin embargo, ha quedado claro que el principal objetivo de la estrategia era sacar provecho del músculo económico del país para obtener concesiones de sus competidores y sin dar mayor consideración al impacto de sus políticas en las relaciones bilaterales con países aliados o rivales. Pero también el uso de las tarifas como herramienta política para castigar a gobiernos percibidos como hostiles o premiar a los amistosos.
El caso más ilustrativo fue Brasil, al que sancionó con aranceles del 50 % como represalia por la condena judicial contra el expresidente Jair Bolsonaro, un aliado durante su primer gobierno.

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Pese a ello, la apuesta arancelaria ha comenzado a mostrar que tiene límites. Hace un mes, contra la pared por las presiones inflacionarias, el aumento de precios al consumidor y el descontento entre sectores empresariales, Trump terminó retirando las tarifas de miles de productos para tratar de contener un malestar económico que se vio reflejado en los pobres resultados del partido republicano en las elecciones de noviembre pasado.
El foco sobre América Latina
Pero si hay una región donde la impronta de Trump ha sido contundente es América Latina.
De ser considerado el “patio trasero”, el hemisferio occidental se ha convertido en la prioridad estratégica de su política exterior, en una reinterpretación agresiva -y militarizada- de la llamada doctrina Monroe y que fue oficializada el pasado viernes con el anuncio de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional.
Si aquella se resumía en “habla suave y lleva un gran garrote”, la versión actual, según analistas, es “habla duro y lleva un misil”.
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En la nueva hoja de ruta se establece el objetivo de lograr la paz a través de la fuerza y la prosperidad a través de la soberanía y en la que reorientará los recursos que estaba destinando a otras regiones del planeta para enfocarse en los retos más apremiantes de este hemisferio.
La administración desplegó el mayor contingente militar en el Caribe en décadas, reforzó operaciones navales contra embarcaciones sospechosas y declaró a diversos grupos narcotraficantes como “narcoterroristas”, habilitando acciones militares directas.
Previamente, ya había ventilado la idea de tomarse el canal de Panamá si el gobierno no cortaba lazos con China, anexarse Groenlandia y volver a Canadá el estado número 51.
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En paralelo, el presidente ha amenazado explícitamente con bombardear países como Venezuela, Colombia y México si, según él, “no controlan la salida de drogas hacia Estados Unidos”, en una reinterpretación radical de la lucha contra el crimen organizado donde Washington parece estar dispuesto a tomar acciones unilaterales si sus “socios” no colaboran.
Sin lugar a dudas, la versión más extrema de la nueva “doctrina Trump” es la amenaza latente de un posible ataque -o invasión- de Venezuela para remover del poder a Nicolás Maduro, a quien ahora consideran narcoterrorista y jefe del Cartel de los Soles.
Pero el objetivo de fondo, según sus propios asesores, es restablecer la hegemonía estadounidense en lo que considera es un “vecindario estratégico”.
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Trump, dice el ex enviado especial para América Latina, Mauricio Claver-Carone, está convencido de que el hemisferio es “el barrio en el que vivimos” y por lo tanto donde más presencia debe existir.
“No se puede ser la potencia global preeminente sin ser el poder regional dominante”, explicó Claver-Carone en una entrevista con el diario The New York Times.
Una idea con la que coincide John Feeley, exembajador de EE. UU. en Panamá. “Trump, dice Feeley, tiene una visión muy neoyorquina del control territorial (donde mafias, empresarios y comerciantes se dividían los barrios), pero aplicada a la política exterior. Para él, las Américas son su esfera de influencia natural”.
La estrategia, como en su enfoque arancelario, ha sido dicotómica. Mano dura contra gobiernos percibidos como rivales y recompensas para quienes se alinean con Washington.
Argentina, por ejemplo, recibió un préstamo de 20.000 millones de dólares en un momento crítico. Asimismo, El Salvador, Ecuador, Guatemala, Bolivia y Panamá obtuvieron beneficios comerciales, apoyo político o alivio de sanciones gracias a su afinidad con Trump.
Del otro lado, países como Colombia, Nicaragua, Cuba y Venezuela han enfrentado nuevas sanciones, amenazas y presiones inéditas.
“Durante años, muchos en la región se quejaron de que EE. UU. no les prestaba atención. Ahora la tienen, y toda”, le dijo a este diario Juan Cruz, asesor de Seguridad Nacional para el Hemisferio Occidental durante su primera administración, al describir el momento tan particular que enfrenta la región.
Aunque la mayoría de sus acciones han sido aplaudidas por la base del partido republicano, las últimas encuestas también revelan que, en términos generales, Trump ha comenzado a pagar un alto costo político.
De acuerdo con el último sondeo de Gallup, su nivel de aprobación se ubica en el 36 % (con un 60 por ciento de rechazo), el valor más bajo de su segundo mandato y cercano a su peor número histórico -el 34 % que registró al final de su primer gobierno, tras el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021-.
Los resultados electorales del mes pasado fueron el primer campanazo de alerta. En esos comicios el partido republicano sufrió aplastantes derrotas en gobernaciones claves como Virginia y Nueva Jersey, y retrocesos importantes en legislaturas estatales donde anticipaba avances.
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Señales que preocupan a los estrategas, pues temen que la radicalización del mandatario y el malestar por el estado de la economía esté empezando a erosionar apoyos entre votantes independientes, suburbanos y otros grupos minoritarios (como los latinos) que podría costarles el control del Capitolio en las elecciones de mitad de término previstas para noviembre del año entrante.
Nadie sabe si esa perspectiva forzará un cambio o moderará sus acciones para 2026. Lo que sí es claro es que su retorno a la Casa Blanca ha redibujado el mapa político mundial y obligado a gobiernos, instituciones y ciudadanos a replantearse el rumbo de la democracia, la seguridad y el poder en el siglo XXI. Para bien o para mal.
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