El 22 de agosto de 2010, els asesinó a 72 , en lo que se conoce como “la masacre de San Fernando”, ocurrida en Tamaulipas.

Los sicarios ordenaron a los 58 hombres y 14 mujeres que entraran a una bodega sin techo, en el rancho El Huizache, donde les ataron de pies y manos y vendaron los ojos, antes de fusilarlos. Eran guatemaltecos, salvadoreños, ecuatorianos, brasileños, hondureños e indios. Quince años después, la herida sigue abierta para las familias de las víctimas. EL UNIVERSAL habló con familiares de Marvin Leodan Euceda Aguilar, Glenda Yaneira Medrano Solórzano y Nancy Mariela Pineda Lacan.

“Me voy para que mis padres tengan una casa digna”

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El 2 de agosto de 2010, Marvin se despidió de sus padres y hermanos en la aldea El Tamarindo, en el departamento de Comayagua, Honduras. Tenía 22 años y quería ayudar a su mamá a mejorar su casita. “Que Dios te bendiga, hijo”, le dijo su madre, Graciela Aguilar. “Van a tener su casa digna”, respondió él.

Marvin trabajaba al lado de su padre, Leopoldo Euceda, en unos terrenos donde sembraban maíz, café, calabaza y cuidaba de los árboles frutales. Sus primos y un hermano de su madre habían emigrado a EU y mandaban dinero a El Tamarindo. Eso inspiró al joven hondureño. “Decidió irse, pues. Vio lo difícil que estaba aquí. En ese tiempo empezábamos a sembrar palitos de café, porque sólo nos dedicábamos a la siembra de maíz y frijol”, rememora Álvaro, hermano de Marvin, cuatro años menor.

Marvin todavía habló con sus padres al llegar a México. Desde Tenosique, Tabasco, les pidió que le depositaran mil lempiras (250 pesos) para poder continuar hacia Veracruz y Tamaulipas. “Nos llamó y dijo que estaba bien. La última vez que habló con nosotros fue el 15 de agosto de 2010”, explica su hermano. En Tenosique se había encontrado a otros migrantes de San Pedro Sula.

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La familia consiguió el dinero y le depositó. Hasta el día de hoy, no saben si pudo cobrar. No volvieron a saber de él. La madrugada del 22 de agosto, Álvaro soñó a Marvin sediento y afligido. “¡Dame un vaso de agua!”, le decía. Álvaro llevaba dos días con fiebre.

Cuando su madre escuchó que su hijo despertó abruptamente, encendió la luz del cuarto y preguntó: “¿Qué te pasa, hijo?”, pero Álvaro no quiso contar lo que había soñado. “Yo estaba asustado”, reconstruye. Graciela y Leopoldo también habían enfermado. Cuando empezó a llegar información de la masacre ocurrida en San Fernando, la familia Euceda Aguilar viajó a Tegucigalpa para saber si entre las víctimas estaba Marvin. En la Cancillería pudieron ver los primeros cuerpos que llegaron desde México, con la recomendación a sus familiares de que los inhumaran inmediatamente, pero que por ningún motivo abrieran los féretros. Sin embargo, la familia de Marvin no recibió información alguna sobre el joven, quien no portaba documentos que lo identificaran como hondureño.

Álvaro vio algunas fotografías de los migrantes masacrados, pero no pudo identificar a su hermano. El teléfono nunca más volvió a sonar desde México. Siete años después, un funcionario que llegó a El Tamarindo como parte de una brigada del Instituto Nacional Agrario contó a Álvaro que formaba parte de un comité de migrantes desaparecidos. Al enterarse de la historia de Marvin, explicó a Graciela lo que debía hacer para buscar al muchacho. Miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que visitaron Tegucigalpa, tomaron huellas dactilares y sacaron muestras de sangre a la familia.

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Finalmente, el 25 de abril de 2018 la familia Euceda Aguilar confirmó, con una llamada desde México, que entre los masacrados de San Fernando estaba Marvin. Leopoldo abrió la fosa para enterrar a su hijo; invitó a sus familiares y conocidos, para el velorio, pero los restos no llegaron. Desde México les dijeron que el cuerpo sería repatriado en mayo. Leopoldo pidió a los funcionarios mexicanos que no le mintieran. En septiembre de 2018, el cuerpo llegó a El Tamarindo. A más de 15 años de la masacre, la familia Euceda Aguilar dice que no ha recibido ninguna compensación económica ni del gobierno de México ni del de Honduras. Tampoco una disculpa pública. En 2021, Nilvia Rosa, otra hermana de Marvin, partió a EU junto con sus dos hijas. “Voy a cumplir el sueño que mi hermano quiso para la familia y llevar a mis hijas a una mejor vida”, dijo. Ella lo logró.

“Queremos justicia y reparación”

El 10 de agosto, Glenda Yaneira dejó el caserío Curazao, en el cantón Las flores, departamento de La libertad, en El Salvador, con una mochila. Llevaba en ella una Biblia Reina Valera, donde guardaba una carta que su madre, Mirna Solórzano, había escrito a su esposo, Miguel Ángel Medrano, quien llevaba cinco años viviendo en Estados Unidos. Glenda decidió viajar a EU cuando su padre enfermó y dejó de mandar dinero. Glenda pensaba que, si era detenida por los agentes de Migración en México o EU, volvería a El Salvador a concluir su licenciatura de Pedagogía. Pero si lo lograba, se dedicaría a trabajar en EU como lo hacía en su tierra natal. “Los Zetas le truncaron sus sueños”, lamenta Mirna.

Como no tenía dinero para pagar al coyote, Mirna tomó las escrituras de la casa para pedir un préstamo, con un conocido de Curazao, por 6 mil 500 dólares. El 14 de agosto, Glenda llamó a Mirna. “Hola mami. Ya estoy aquí en México, ¿cómo están? Cuídense…”, dijo la universitaria. Nunca más volvió a llamar.

Miguel Ángel le contó a su esposa de la masacre de migrantes y le pidió ir a la Cancillería, cuando dejaron de tener noticias de Glenda, pero el 29 de agosto llegó un vehículo del Ministerio de Relaciones Exteriores a su casa. Un funcionario le dijo a Mirna que en el lugar de los asesinatos encontraron un Documento Único de Identidad (DUI) a nombre de Glenda, pero que no estaban seguros si el cuerpo correspondía a ella, por lo que le pidieron ir a Cancillería para que le tomaran muestras de sangre para hacer las pruebas de ADN. Un mes después, el cuerpo de Glenda llegó a Curazao. Luego de que un Equipo Argentino de Antropología Forense confirmara que se trataba de la joven, el mundo de la familia se derrumbó. La salud de Mirna y Miguel Ángel se quebrantó. Los dos hermanos de la joven cayeron en depresión. A 15 años del asesinato de su hija, Mirna exige explicaciones. “Esperamos una respuesta del gobierno de México, que cumpla y que no quede en la impunidad lo de nuestros familiares. Queremos que nos escuchen, la verdad, justicia y reparación”.

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“Voy a matar a los que asesinaron a mi mamá”

Cuando Nancy Mariela vio que su padre, Efraín; su hermano y otros familiares viajarían a EU por su cuenta, sin coyote, no se quiso quedar en Sipacate, Guatemala, donde vivían. Nancy llevaba viviendo con José casi 10 años. Tenían dos hijos. Una pequeña de tres años y un niño de cinco. Pero Nancy le suplicó a su esposo que la dejara irse, con la promesa de que en tres meses mandaría dinero para que él se les uniera.

Era 4 de agosto. La suegra de Nancy, Guillermina Vega de Sagastugue, Mina, vio a la joven salir con una mochila al hombro y una cangurera. Dos de las hermanas de Nancy intentaron impedir que se fuera.

Días más tarde, Nancy se comunicó con su suegra para decirle que estaban en Petén, que al día siguiente saldrían para México, y para preguntar por sus hijos. Luego le volvió a llamar para decirle que estaban “en el Distrito Federal” y que partirían hacia Tamaulipas. No supo más de ella. Mina y dos de sus hijas corrieron a un cibercafé y, al buscar noticias de la masacre, encontraron fotos de los migrantes asesinados. “¡Ahí está la Nancy!”, “¡Es ella!”, dijo Mina.

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La mujer reconoció a Efraín Lacan, padre de Nancy, y a su hermano Richard. Efraín fue el primero en ser identificado por el Ministerio Público. Miembros de la Fundación para la Justicia y Paz explicaron a las familias qué hacer para reclamar los cuerpos. El cuerpo de Nancy fue repatriado hasta marzo de 2011.

El niño escuchó que su madre había sido asesinada en México. Buscó un cuchillo que afilaba a escondidas, porque quería cobrar venganza. “Voy a ir a matar a los que asesinaron a mi mamá”, advertía. Mina le buscó ayuda sicológica. En febrero de 2020, el hijo de Nancy llegó a Los Ángeles. “Mi mamá no lo logró, pero yo sí lo logré. Qué duro es atravesar México migrando, mamá”, le dijo por teléfono a su abuela.

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