Al cumplirse el aniversario 75 de la liberación de Auschwitz, el campo de concentración y exterminio más grande de Europa, Adán García es contundente: “Un genocidio no empieza con el asesinato de una persona, sino que se gesta en cuestiones tan sencillas como un insulto o en la discriminación y violencia hacia el otro por el simple hecho de ser diferente”.

En entrevista con EL UNIVERSAL, el director Académico del Museo Memoria y Tolerancia afirma que aquel 27 de enero de 1945 —cuando el Ejército Rojo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) rescató a 7 mil prisioneros del más de un millón y medio de personas que ahí estuvieron recluidas— deja a la sociedad la enseñanza de que el ser humano tiene una capacidad destructiva inimaginable, pero posee la libertad de elegir una actitud que se contraponga a la violencia, la injusticia y el odio.

Para García, los discursos de odio empiezan desde casa y pueden escalar hasta convertirse en la bandera política de cualquier país.

Actos como el atentado antisemita ocurrido en Pittsburgh en 2018, en el que murieron 11 judíos en una sinagoga; las manifestaciones supremacistas de neonazis, blancos y miembros del Ku Klux Klan en Charlottesville, en 2017, o el tiroteo del año pasado en El Paso, Texas, en el que el atacante buscaba asesinar mexicanos en un Walmart, son consecuencia de “utilizar al otro, al diferente, para construir un enemigo y forjar una identidad nacional”.

Estos genocidios son posibles porque quienes escuchan insultos y discursos que vulneran los derechos del otro o lesionan su dignidad, los normalizan y aceptan tácitamente, al no levantar la voz, que eso se puede hacer.

“Cuando tú te burlas de un compañero por su orientación sexual o lo llamas con un apodo por su tono de piel u origen, eso atenta contra la igualdad. Estás deshumanizándolo a él, pero también a ti porque estás dejando de actuar con humanidad”.

Asegura que todos los días corremos el riesgo de que esos prejuicios que inician desde lo más pequeño de la vida cotidiana escalen a la gente en el poder y que un ataque contra una población específica inicie un conflicto.

“Una de las lecciones de este aniversario es la reflexión de que el Holocausto fue algo que pudo haberse detenido, no tenía por qué haber pasado (…) Que los seres humanos podemos ser capaces de la peor crueldad, pero también de los actos más sublimes de salvación del otro, porque dentro del Holocausto nazi hubo también gente que salvó a muchas personas.

“La humanidad como valor protege al género humano. Y si esa actitud se contrapone al odio, si tiene que ver con el respeto, con la aceptación de las diferencias y con la búsqueda de la convivencia armónica (...) otro mundo es posible”.

La liberación

Antes de que el Holocausto tuviera nombre, la gente se refería a los horrores que cometió el régimen nazi contra el pueblo judío como “lo que pasó en Auschwitz”, explica García. En ese lugar, donde se había industrializado la muerte, el panorama que encontraron los soldados soviéticos era tan inimaginable, inhumano y macabro que la gente llegó a dudar de su existencia.

El campo estaba dividido en tres partes: Auschwitz I era sólo para concentración; Birkenau era un sitio de exterminio y en Monowitz se extraía hasta la última gota de vida en trabajos forzados.

“Los nazis calculaban cuántas calorías se necesitaban para sobrevivir de un día a otro hasta que los cuerpos de los prisioneros se fueran consumiendo mientras hacían los trabajos que los obligaban a realizar.

“Una persona duraba más o menos cuatro meses en los campos de concentración. La gente que el Ejército Rojo encontró el día de la liberación tenía más o menos ese tiempo viviendo en los campos. Estaban en los huesos”, relata.

Ante el miedo de perder la guerra, los alemanes incrementaron sus esfuerzos por exterminar al pueblo judío y a “otros enemigos” del régimen nazi en los crematorios. Después buscaron eliminar la evidencia.

“Mientras el ejército soviético avanzaba, empiezan a sacar a la gente de los campos y a llevarlos en las marchas de la muerte. Eran transportados a pie en el invierno europeo hacia el norte. Lo que buscaban era que murieran en el camino y así seguir borrando la evidencia de que habían estado en los campos”.

La liberación, asegura, no marcó el fin de la Segunda Guerra Mundial, sino que llegó tarde para la mayoría de los prisioneros —primero en ese campo y después en otros— y dejó varados, sin presente ni futuro, a 11 millones de sobrevivientes.

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