Tras el primer debate entre los dos candidatos a la Presidencia de Estados Unidos, quedó clarísimo el enorme riesgo que representaría para el mundo entero —incluyendo a quienes viven en aquél país— que Donald Trump ganara las elecciones de noviembre. No se necesita ser especialista en relaciones internacionales para detectar con claridad el caudal ideológico y autoritario que representa el personaje recibido en México hace unos días, con honores, en Los Pinos.

Pero no quiero volver sobre la indignación que causó a la gran mayoría de los mexicanos esa inopinada visita, porque a estas alturas ya es innecesario. Me interesa en cambio subrayar otra dimensión que me alarma muy profundamente: el discurso del poder completamente descarnado que ha llevado tan lejos al señor Trump, montado sobre la base del dinero, los negocios privados exitosos que se oponen a la acción igualadora del Estado, el racismo explícito, el machismo y la iracundia de la fuerza sin matices. Si el debate presidencial estadunidense fue tan visto en todo el mundo, fue porque esta vez está en juego algo mucho más que una contienda electoral ajena: está en juego la posibilidad misma de que los votos de una sola nación decreten la muerte de una concepción democrática que alguna vez fue ejemplo de Occidente.

No hay manera posible de considerar que ese debate haya sido ganado por el señor Trump —más allá de lo que tercamente afirmen quienes lo aman—, pero sigue siendo cierto que hay un enorme caudal de electores que respaldan sus posturas y la ideología que él defiende y representa. Hay tres piezas principales de esa narrativa: de un lado, el clasismo disfrazado de éxito profesional, bajo el cobijo de una supuesta libertad que en realidad es resultado del azar; el racismo que tiende a homologar a las personas, para bien y para mal, por el color de su piel o por su origen étnico; y el uso del poder militar de un solo país para dominar, amenazando sin matices, a todos los demás.

A estas alturas del siglo XXI parece inverosímil que alguien dotado de tanta visibilidad ignore que nadie elige dónde y cómo nace y que esta es la razón fundamental que rige el destino de la gran mayoría de las personas. Sólo excepcionalmente es cierto que el esfuerzo individual puede superar ese dato original; y sólo excepcionalmente, quien nace rico e influyente por su entorno, deja de serlo al final del camino por la vida. Sostener lo contrario puede sonar simpático, pero es completamente falso.

De otro lado, en ese debate quedó clara la descalificación absurda de cualquier persona cuyo fenotipo difiera del que encarna el señor Trump. Hace mucho que sabemos con certeza que esas generalizaciones producen olas de discriminación racial e incrementan, infortunadamente, los conflictos entre seres humanos que en realidad sólo son distintos por su origen y por el azar ya mencionado. Afirmar lo contrario no sólo carece de cualquier base científica, sino de la más elemental sensibilidad humana: ni los afrodescendientes, ni los latinos, ni los musulmanes, ni los asiáticos, ni ningún otro grupo identificable es idéntico a sí mismo. Apenas si es necesario subrayar que cada uno —y la humanidad en su conjunto— está formada por individuos únicos. Duele escuchar que un aspirante a gobernar la mayor potencia utilice siquiera esas denominaciones para hablar de la criminalidad que está afectando a su país y de los riesgos de seguridad que lo amenazan.

No obstante, todavía puede suceder un accidente que lleve al señor Trump a gobernar a Estados Unidos y no habría duda alguna de que, de ser así, usaría todos los medios que ese país posee —militares, políticos y financieros— para tratar de inocular esa visión terrible al resto del planeta. Apenas podemos hacer nada para evitar ese desastre, pero debemos advertirlo a conciencia.

Investigador del CIDE

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