El extremismo islámico se ha convertido en la pesadilla de los cuerpos de seguridad e inteligencia de los Estados del siglo XXI. Su capacidad de destrucción es limitada, mínima si se compara con los estragos que en México y en otros países ha hecho el crimen organizado. Sin embargo, su naturaleza clandestina, esquiva, su menosprecio por la vida y el efecto mediático de sus acciones, lo colocan en primera plana.

En el caso de los miembros de la secta Takfir Whal Hijra, su detección resulta en particular difícil al comportarse como musulmanes rebeldes que adoptan los hábitos occidentales en el vestir, comer y beber, lo que en principio los descalificaría como fundamentalistas. Utilizar como armas aviones comerciales o vehículos de carga, nada más lejano del armamento convencional, los hace aún más peligrosos, porque no hay rastro de compra de armamento ni grandes cantidades de dinero en circulación.

Embestir con una furgoneta a peatones, como ha sido el caso en los últimos atentados en Barcelona, o en Londres, no requiere de una gran planeación. Tampoco de un grupo organizado que sería más fácilmente detectable. Cualquier “lobo solitario” puede emprender una acción así, o salir con un cuchillo a apuñalar a quien esté en el camino. Para las autoridades, es la pesadilla perfecta, pues prevenir este tipo de ataques se vuelve prácticamente imposible. Y pocas medidas de seguridad pueden impedirlos. Cualquier lugar, cualquier momento, se vuelve un blanco potencial. Crece el impacto y crece el miedo. Todo es parte de los artilugios que, como Sísifo, utilizan para rebelarse en contra de los dioses.

Cuando Albert Camus retoma el mito de Sísifo, el comportamiento del rebelde llega al absurdo, y del absurdo al suicidio sólo hay un paso. No está muy lejos de la lógica de estos extremistas. Sin embargo, vivir en contra de todo y de todos no es sostenible por mucho tiempo y sólo puede tener un final trágico.

Los tafkiris que perdieron la vida en los eventos de Barcelona y Cambrils, del 17 de agosto, eran en su mayoría muchachos de entre 17 y 22 años, de origen marroquí, perfectamente integrados a su entorno social. Conmovedoras resultan las expresiones de su maestra española quien los conocía de años atrás. Estaba destrozada. No entendía cómo y cuándo estos muchachos se transformaron en extremistas islámicos y se declaró incapaz de entender que hicieran lo que hicieron. Hechos que van más allá del conocimiento y de la comprensión, incluso de quienes conviven con ellos en la cotidianeidad.

Decía la escritora y pensadora iraní-inglesa, Doris Lessing, que en el mejor de los casos sólo una de cada 10 personas tiene pensamientos propios. Los otros nueve sólo adoptan y repiten lo que ven alrededor o lo que otros les inculcan. Difícilmente a los 17 años alguien puede haber desarrollado la malicia de Sísifo. Pero sí a los 44, como fue el caso del imán Abdelbaki es Satty, también de origen marroquí, quien nunca hizo arenga pública de la yihad, pero que soterradamente reclutó, adoctrinó y envió a estos jóvenes al cadalso. Sin duda Es Satty representa el eslabón más perverso de esta historia.

Ideológicamente existe el referente de la lucha contra los infieles, que surge en el XIX en Egipto con la Hermandad Musulmana como un movimiento religioso-nacionalista, en contra de las potencias colonizadoras. Con cambios de nombre y forma, esta ideología político-religiosa da origen a Al-Qaeda y posteriormente al autoproclamado Estado Islámico, cuya formación fue posible gracias a una combinación de factores que generaron un vacío de poder que les permitió ocupar parte de los territorios de Irak y Siria. Superaron así la naturaleza apátrida, sin territorio y recursos propios de Al-Qaeda, que una vez haber llegado a su clímax en septiembre 2001, se convirtió en foco de atención de las fuerzas de seguridad e inteligencia y muy rápido perdió su capacidad operativa. El autoproclamado Estado Islámico ha podido llegar más lejos al hacerse de un territorio. Sin embargo, lo suyo es la muerte y la destrucción. No hay vida y construcción y, cuando se construye el absurdo, se planta la semilla de la autodestrucción.

La convocatoria del Estado Islámico a la comunidad musulmana tuvo poco éxito. En Europa apenas llegan a cinco mil quienes respondieron a la invitación a trasladarse al Estado Islámico. Representan 0.00025% de los 20 millones de musulmanes que habitan la Unión Europea. Por otro lado, 95% de las víctimas del Estado Islámico han sido musulmanes, lo que no cuadra con la máxima de que esta es una guerra contra los infieles.

Tampoco el Estado islámico es miembro de la comunidad internacional, pues si bien tiene apoyo de algunos grupos y sectas, sobre todo en el Medio Oriente, ningún país lo ha reconocido. Por su naturaleza ilegal y su aislamiento, está destinado a desaparecer.

En esta perspectiva, primero Al-Qaeda y luego el Estado Islámico, se convierten en referentes ideológicos de la lucha contra los infieles, fuente de inspiración y adoctrinamiento, pero distan de ser ejes articuladores de esta guerra. Al revisar los golpes de corte terrorista islámico de los últimos quince años, los responsables son siempre actores locales, establecidos en la comunidad, organizados en grupúsculos y, como en el caso de Barcelona, con un líder local claramente identificable.

Los grupúsculos terroristas no tienen cabida en las comunidades en las que operan. La mayoría de los siete mil millones de habitantes del planeta profesan alguna religión, pero ninguna religión se basa en la muerte y la destrucción del otro. A Sísifo lo castigaron los dioses por no respetar las reglas. A los extremistas que basan su existencia en la destrucción del otro los castiga el resto de la humanidad, sean extremistas islámicos, fascistas, supremacistas o ultras de cualquier ideología.

Los extremistas islámicos le han hecho un chico favor a mil 500 millones de personas que profesan el islam. El peor error que podemos cometer como sociedad es caer en la provocación de la polarización y la estigmatización. Los catalanes y sus visitantes inundaron La Rambla el pasado fin de semana. La consigna: no nos dejaremos asustar y no nos dejaremos polarizar.

Sin embargo, mientras los dioses hacen justicia, corresponde a los aparatos de seguridad e inteligencia de los Estados identificar y neutralizar a los Sísifos que andan sueltos. Ello por la simple razón de que los códigos penales de la mayor parte de las naciones prohíben la muerte y la destrucción del otro. Y esto aplica a extremistas islámicos supremacistas, fascistas y ultras de cualquier ideología que recurren a estos métodos. Más allá del golpe histórico de las torres gemelas, el total de víctimas de los golpes extremistas de los últimos cinco lustros se cuentan apenas en cientos, difícilmente podríamos decir que los extremistas van ganando la guerra. Sin embargo, su impacto en el imaginario colectivo plantea preguntas complejas a las que aún no encontramos respuestas.


Consultor en temas de seguridad y política exteriorl
herrera@coppan.com

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