San José.— Hundido en una violencia desenfrenada que, a diario, activa una masiva migración irregular a Estados Unidos, vía México y Guatemala, El Salvador acude hoy al sexto proceso electoral desde la firma de la paz en 1992 tras una guerra civil de 12 años y con un pronóstico de que, sin descartar sorpresas, será necesaria una segunda y definitiva ronda, a realizarse el 10 de marzo próximo.

Aunque el centro-izquierdista Nayib Bukele, de la opositora Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), permaneció durante la campaña como favorito para ganar la presidencia y asumirla para un quinquenio a partir del 10 de junio de 2019, sus principales contendientes recortaron distancias y aparentemente habrá segunda vuelta. Los otros candidatos son Carlos Calleja, de la derechista y opositora Alianza Republicana Nacionalista (ARENA); Hugo Martínez, del izquierdista, gobernante y ex guerrillero Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), y Josué Alvarado, del centrista Vamos.

Los dos puestos para competir en la segunda vuelta se los disputan principalmente Bukele, Martínez y Calleja. Para triunfar en la primera debe obtenerse la mitad más uno de los votos válidos.

En una nación de apenas 21 mil kilómetros cuadrados y con aproximadamente 7.4 millones de habitantes, unos 5.2 millones integran el padrón, en una competencia conducida por el Tribunal Supremo Electoral y con presencia de observadores nacionales e internacionales en un escenario de violencia.

Cualquiera que sea elegido para reemplazar al actual presidente, Salvador Sánchez Cerén, tendrá el desafío de gobernar en un país sumido en una incontrolable inseguridad atizada por el crimen organizado —en especial por el narcotráfico— y por las temibles maras o pandillas juveniles: Salvatrucha (MS-13) y 18 (M-18).

Los factores de violencia varían, en un país sofocado por múltiples rangos de miseria. Aparte de las maras, surgidas en la década de 1980 en California, con enlaces en el exterior y dedicadas a sicariato, extorsión, narcomenudeo y demás criminalidad, hay delincuencia común.

Tras la guerra civil, que estalló en 1980 estimulada por la aguda desigualdad social y la exclusión económica, finalizó en 1992 y dejó entre 75 mil y 80 muertos, se añadió un explosivo cóctel: las deportaciones masivas de mareros en el decenio de 1990 ejecutadas por Estados Unidos, lo que precipitó a El Salvador en otra incontrolable espiral de violencia.

El (estatal) Instituto de Medicina Legal de El Salvador precisó que los homicidios aumentaron de 2 mil 544 en 1999 o 2 mil 993 en 2004 a 4 mil 382 en 2009 y a 5 mil 280 en 2016. El número bajó a 3 mil 962 en 2017—69.9 por cada 100 mil habitantes— y en 2018 llegó a 3 mil 341, a más de 9 por día, según el Instituto. La tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes pasó de 43.7 en 2013 (2 mil 513 casos) a 68.3 en 2014 (con 3 mil 921) y a 115.9 en 2015 (con 6 mil 656) y a 91.9 en 2016 (con 5 mil 280). Por eso, la mezcla de violencia y pobreza alimenta la masiva migración salvadoreña a EU.

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