Quince oratorios con una fotografía distinta cada uno, flores coloridas de papel, veladoras, un vaso con los logotipos del equipo de futbol favorito y hasta una que otra botella de cerveza, es lo que guarda hoy el sitio que hace 10 años reunía a unos 60 jóvenes en la algarabía del triunfo por un campeonato deportivo.

Seis menores de edad, cuatro jóvenes de 18 y 19 años y cinco adultos fue el saldo de la primera masacre que cimbró a Ciudad Juárez, puesto que las víctimas eran estudiantes del CBTIS 128, del Colegio de Bachilleres 9 y de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez.

“Ya tendría 27 años”, recapacita Reina Alicia Hernández, refiriéndose a su hijo José Adrián Encina, una de las víctimas del multihomicidio perpetrado por un comando que, a decir de las autoridades estatales, confundió al grupo de jóvenes con integrantes de la pandilla Artistas Asesinos.

Aquella madrugada del 31 de enero, Reina Alicia sintió que el corazón se le partía al conocer la noticia de la masacre, y es que sus tres hijos estaban en la fiesta. “En mi mente los veía muertos o graves a los tres”, recuerda y guarda silencio como volviendo en el tiempo.

Ángel, el mayor; José Adrián, el mediano, y Alan, el más pequeño, habían ido a la misma fiesta en una vivienda de su colonia, Villas de Salvárcar, un espacio alejado del corazón de la ciudad fronteriza, donde se vivía como en un pueblo pequeño, con unidad y solidaridad, todos siendo amigos.

Reina llegó a la casa 1310 de la calle Villa del Portal, y en medio del dolor que se convertía en llanto y gritos, el mundo se detuvo al encontrar a su hijo José Adrián sin vida, desde el sitio donde yacía el cuerpo de su “muchacho de 17 años”, recorrió uno a uno los rostros que había a su alrededor en busca de Ángel y Alan, pero no los encontró ni muertos ni heridos.

“El mayor y el menor se escondieron, brincaron la barda y salieron ilesos gracias a Dios”, explica.

Desde ese instante, la vida de Reina se partió en dos, pues era inmenso su dolor por la pérdida de un hijo, pero tenía gratitud con la vida porque dos se libraron de tan terrible agresión.

“Me partieron la vida, siempre me pregunto qué estaría haciendo José Adrián, me falta esa parte; el mayor ya se casó, tengo dos nietos y el menor acaba de graduarse, pero siempre me pregunto qué sería hoy del hijo que me mataron”.

José Adrián quería ser médico, seguramente pediatra, porque amaba a los niños y todavía a sus 17 años jugaba a los carritos y los coleccionaba; hoy, el que sería su primer sobrino lleva su nombre.

El tiempo, la reparación integral del daño —como la llamó el Estado— no ha sido suficiente para borrar el dolor, la nostalgia y, sobre todo, el estigma que el entonces presidente de la República, Felipe Calderón, creó sobre estos jóvenes.

Reina Alicia reconoce que antes de ser una víctima de la violencia e inseguridad que en 2010 privaba en Ciudad Juárez, ella también solía juzgar o pensar mal de los jóvenes que morían a manos del crimen; no obstante, la declaración del entonces mandatario Felipe Calderón es una de las heridas pendientes de sanar.

“Habrá quienes creen todavía que eran delincuentes, pero eran buenos muchachos, todos los que vivimos aquí lo sabemos, por eso los extrañamos más”, señala la madre de José Adrián.

Y es que en el momento de la masacre, desde Japón, Felipe Calderón declaró que la muerte de los 15 jóvenes había ocurrido por una disputa entre pandillas, hecho que le fue reclamado por la madre de una de las víctimas durante su posterior visita a Ciudad Juárez (11 de febrero del 2010), cuando arribó a la frontera para anunciar la estrategia Todos Somos Juárez, cuyo objetivo principal era el rescate del tejido social.

Los padres, “un panteón viviente”

Villas de Salvárcar y su gente es un caso emblemático de la resiliencia que caracteriza a Ciudad Juárez, una población que por décadas ha sufrido los embates del crimen organizado, los feminicidios y las desapariciones.

No obstante, 10 años de cargar con la pérdida de uno o dos hijos en el peor de los escenarios ha mermado la salud física y mental de los sobrevivientes, al grado incluso de que dos de los padres de estos jóvenes murieron en este tiempo.

Reina Alicia relata que después de lo ocurrido, todos en la colonia enfermaron de depresión y miedo, posteriormente vinieron padecimientos como diabetes.

“Nosotros mismos decimos que somos un panteón viviente, ya lo decimos hasta de broma, porque todo nos duele, pero ahí vamos, nos estamos atendiendo y cuidándonos unos a otros”.

La unión de las familias de Villas de Salvárcar tuvo una breve crisis tras la masacre, pues algunos decidieron irse y otros se encerraron en su dolor; sin embargo, el paso del tiempo y la construcción del Memorial ha rehabilitado la convivencia y fortalecido la amistad.

“Cuando todavía estaba la casa de la masacre no quería ni salir, era volver a vivir ese dolor, y todos lo evitábamos, pero cuando la derribaron [octubre 2017] y construyeron este Memorial [enero 2018] nos volvimos a acercar”, narra con tranquilidad la mamá de José Adrián.

El Memorial se ha convertido en mucho más que un espacio para honrar la memoria, también es un punto de reunión entre las familias de las víctimas, quienes se organizan para limpiar, hacer oración o simplemente recordar a sus seres queridos que se han ido.

Reparación sin justicia

El gobier no del estado de Chihuahua cumplió el año pasado con el primer caso de reparación integral del daño a las víctimas, aunado a ello, las familias reconocen su atención constante y permanente en materia de salud, becas, apoyo sicológico y asesoría, además de la construcción del Memorial y el resarcimiento económico para 83 víctimas directas e indirectas.

En lo que se refiere a la justicia, las familias se atienen a la ley de Dios. Así lo dijo la señora Reina Alicia, al reconocer que las dudas de quién fue y por qué permanecerán siempre. “Sabemos que no hay caso, que las carpetas se pierden o se olvidan con el paso de los años, nunca sabremos quién lo hizo ni por qué y que los autores de esto están libres”, finalizó.

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