Tradicionalmente los sistemas jurídicos de influencia continental europea, desde la Ilustración, han considerado a los jueces como funcionarios de segunda clase. Funcionarios que deberían ser maquiladores de sentencias; sentencias que únicamente deberían ser el fiel reflejo de la ley. Siguiendo la apodíctica frase de Montesquieu, el juez debe ser únicamente “la boca del legislador”. De una forma y otra, los jueces eran esos funcionarios que sólo requerían adoptar un método determinado y conocer la ley para hacer su trabajo. No se exigía más, ni se esperaba menos. Tanta era la influencia de esta idea que, incluso, autores marcadamente liberales consideraban que el Poder Judicial debería ser una rama del Poder Legislativo.

En el sistema continental europeo (que nos regía y comienza a desvanecerse cada vez más), esta imagen del juez funcionario está tan arraigada que continúa siendo defendida por muchos abogados y legisladores. La gran mayoría refiere a razones de carácter histórico: “los jueces siempre han sido así, por ello, los jueces deben seguir siendo así”. Sin notar la clara falacia lógica en la que caen esta clase de argumentos, es importante señalar que muchos de sus defensores no sólo lo hacen por razones históricas. Utilizan la historia para mantener un statu quo conveniente para los otros poderes: el sometimiento de los jueces implica poder. Si los jueces son, efectivamente, la boca de la ley y no tienen en sus manos la posibilidad de invalidarla (en el caso de los tribunales constitucionales), de interpretarla o de cuestionarla frente a los mandatos de la Constitución, los jueces siguen siendo esa clase de funcionarios sometidos y al servicio de otro Poder.

Juan Toharia ha sostenido, acertadamente, que esta situación, “automática e inevitablemente rebaja la función judicial a la de un mero funcionario, —todo lo especializado y distinguido que se quiera, pero funcionario al fin”. Esto explica en mucho, por qué bajo nuestra tradición jurídica los jueces son esos funcionarios anónimos: “se trata de funcionarios intercambiables, cuyas características personales resultan por completo irrelevantes para el normal desempeño de su tarea”. Pero a mediados de la segunda década del siglo XXI, esta tradición de someter al Poder Judicial a otro u otros Poderes del Estado es el reflejo de un síntoma antidemocrático: miedo a los contrapesos y a los balances concretos del poder; tan importantes para el sano desarrollo de una democracia.

Bajo las premisas de la moderna democracia, es indispensable que comencemos a cuestionarnos sobre si realmente es esa la clase de jueces que queremos. Jueces sometidos por completo al capricho del legislador en turno. No olvidemos que también hubo liberales que defendieron lo contrario. No sólo Tocqueville, sino también Stuart Mill nos avisó de los riesgos de una democracia sin contrapesos: específicamente, la tiranía de la mayoría. La única forma de defender nuestros derechos individuales frente a las creencias mayoritarias son jueces fuertes e independientes de cualquier poder. Aquellos son los únicos capaces de proteger nuestros derechos constitucionalmente plasmados frente a las creencias de las mayorías; que no por ser mayorías necesariamente tienen razón.

Tocqueville, juez en Francia, cuando hizo su legendario viaje a América observó que en aquel país no había asunto, ni problema, que acosara a la población y no pasara por las manos de un juez. Es verdad, pero también observó, que los jueces fungían como un verdadero contrapeso político frente a los otros dos poderes de la Unión. El resultado ha sido democracias fuertes y estables: ¡qué importante lección!

Presidente del TSJ del Distrito Federal

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