En el curso de la última década, y particularmente desde que Trump lanzara su diatriba contra México al anunciar el año pasado su candidatura en el adefesio de rascacielos en la Quinta Avenida de Nueva York que lleva su nombre (el agudo crítico de arquitectura del Financial Times se refirió al edificio como el resultado de una ida de compras compulsiva de Liberace y Saddam Hussein juntos), se ha vertido mucha tinta con relación a la imagen de México en el mundo.

No cabe duda que afrontamos un problema severo de imagen. En el extranjero, percepciones y narrativa —tanto mediáticas como de opinión pública— están dominadas más por los retos y rezagos que enfrenta hoy el país que por las grandes oportunidades que encierra y que, en algunos casos, ya encarna. Y en México han abundado, durante década y media, análisis errados con respecto a la naturaleza del problema, entre ellos, pensar que era un tema de sesgo de cobertura mediática en lugar de los nudos gordianos mexicanos que no se han sabido —o querido— cortar. Las recetas de solución tampoco fueron mejores: creer que el problema se resuelve a billetazos con despachos de relaciones públicas, que la promoción turística bastaría, o, en uno de los momentos más bochornosos, buscar forzar a un periódico británico a amordazar a una de sus corresponsales en México. Tampoco podemos ignorar el fallo persistente y estructural de varios gobiernos mexicanos al no instrumentar una campaña transexenal de promoción integral, de largo aliento, que articulase una marca país y aprovechara el enorme potencial de atracción (el llamado “poder suave” al que me he referido en columnas anteriores) que generan nuestra cultura milenaria, riqueza gastronómica y turística y arte e industrias creativas, sin duda las mejores cartas de presentación de México en el exterior. Pero señalar a gobiernos como los únicos culpables de esta situación sería demasiado cómodo y fácil. Sector privado y sociedad civil también cargan con la losa de no haber hecho gran cosa en este lapso por abonar a una mejor imagen en el exterior.

Y es que en semanas recientes, los mexicanos hemos vuelto a dejar patente lo poco que reflexionamos sobre la manera en que nuestros patrones de conducta afectan la imagen del país. El grito homófobo de “Puto” con el que acompañamos en estadios mexicanos y extranjeros los despejes de portería del guardameta rival cuando juega nuestra selección de futbol se ha convertido en una escoria y lastre para México y lo mexicano. Los días del Cielito Lindo o la “ola mexicana”, positivos y que cautivaron al mundo, han dado paso a algo que nos daña. Ni siquiera en la recién concluida Copa América en Estados Unidos —a pocos días del ataque a un club gay en Orlando— nuestros aficionados mexicanos y mexicoamericanos tuvieron la solidaridad, sentido común y decencia de dejar de lado ese grito infame. Al manifestar vía Twitter mi rechazo a esa actitud y cuestionar si los aficionados entendían el perjuicio que le hacían a México, abonando a una ya de por sí maltrecha imagen del mexicano y de su país en esta coyuntura electoral en EU, recibí desde un rosario de insultos hasta el característico “no es homófobo, es cultural”. Comparemos en cambio lo que otro cántico en otro torneo regional que también acaba de concluir, la Eurocopa, logró para la imagen y el poder suave de una pequeña isla al norte de Europa. Islandia no sólo sorprendió al llegar a los cuartos de semifinal; capturó los corazones, mentes e imaginación del mundo entero con su gran cántico del , una arenga a ritmo del compás de remo de los barcos vikingos. Una nación cuya población no llenaría siquiera una delegación de la Ciudad de México, que representa una fracción de la economía mexicana y no es un superpotencia cultural global como lo es México, detonó, de un día al otro, una sensacional imagen de pujanza, fuerza, calidez, marca país y capacidad de atracción gracias a su afición.

No; no estoy sugiriendo que si los aficionados mexicanos desistiesen de su grito homófobo la imagen de México en el mundo —y sobre todo en EU— mejoraría. Pero una de las razones por las cuales Trump ha tenido éxito en usar a México —y a los migrantes mexicanos— como piñata política en esta elección es que somos un blanco fácil, ya sea por prejuicios raciales previos o estereotipos acendrados en algunos sectores de la sociedad estadounidense. Flaco favor le hicieron nuestros aficionados en los estadios de la Copa América a nuestra causa, sobre todo entre generaciones estadounidenses jóvenes —y aliadas— que son las que han impulsado un cambio tectónico de valores en esa sociedad. El resultado final de Copa América y Eurocopa, medido en términos de marca país e imagen en el mundo, ha sido sin duda un demoledor México 0, Islandia 7.

Consultor internacional

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