Si un observador ajeno a los entretelones de la política mexicana revisara a fondo nuestra vida parlamentaria tendría que concluir que el Congreso de la Unión sufre un avanzado estado de putrefacción que lo ha vuelto inútil en el juego democrático de pesos y contrapesos.

Décadas de cooptación desde el Ejecutivo, el abuso de recursos públicos y un claro desdén hacia las mejores prácticas, que en otros países permiten disponer de leyes claras, coherentes y de calidad, han construido en el Senado y la Cámara de Diputados una barrera que intentará resistir cualquier proceso de renovación o rescate.

Morena, el partido fundado por Andrés Manuel López Obrador, configurará en ambas cámaras mayorías no vistas en décadas. En 1997, hace más de 20 años, el PRI dejó de dominar la mitad más uno de los legisladores que se requieren para aprobar leyes. Y la última vez que el Institucional gozó de tal condición nos hallábamos en un país radicalmente distinto.

Ricardo Monreal, designado futuro coordinador de Morena en el Senado, y Martí Batres, que obtuvo desde ahora el compromiso de ser el primer presidente de la cámara alta a partir de septiembre, son los dos personajes que encarnan la apuesta de Morena para conducir ese órgano que será esencial si en verdad se desea transformar la República.

Sin embargo, a juzgar por sus recientes declaraciones, ambos parecen enfrascados en una batalla de protagonismos, que se refleja en ocurrencias sobre recortes presupuestales —por otro lado, ciertamente urgentes— y otras propuestas, pero no en un diagnóstico serio sobre los desafíos que se tienen por delante para hacer que el Legislativo sea en verdad un poder del Estado eficaz, independiente y transparente.

El señor Batres ha proclamado que se reformarán las leyes que fijan los salarios de los legisladores, para ajustarlos a un máximo de 90 mil pesos mensuales tratándose de senadores. Es una idea convincente si nos enteramos que los ingresos registrados de estos servidores públicos pueden oscilar entre 300 mil y un millón de pesos mensuales, considerando sueldo base, sobrepagos por participar en una o más comisiones, otros bonos si dirigen tales comisiones; plazas para supuestos asesores (en realidad choferes, compadres y damas de compañía).

Pero cifrar sólo en el tema de los sueldos la descomposición del Congreso supone disfrazar otros asuntos de igual o mayor gravedad, como la opacidad en el uso de los fondos asignados a los coordinadores de fracción, el uso de dinero público para comprar votos, el gigantismo del Congreso en comisiones ordinarias y especiales. Pero especialmente, el muy mediocre trabajo realizado para procurar leyes de mayor calado, cuyo impacto haya sido previsto y sobre las que exista un debido seguimiento.

Habría que decir que Morena y su antecedente inmediato, el Partido de la Revolución Democrática, no porta las cartas credenciales necesarias en este campo. En los últimos 18 años, la Asamblea Legislativa de la ciudad de México, que siempre tuvo un predominio aplastante del PRD, no hizo sino crecer su presupuesto y bajar su productividad y rendición de cuentas.

La Asamblea capitalina pasó de gastar anualmente 1,500 millones de pesos en la legislatura arrancada en 1999, a consumir 2,700 millones anuales en el presente periodo, ya con la participación de Morena. Se trata del Congreso local más caro del mundo, según estimaciones del grupo Integralia, que encabeza Luis Carlos Ugalde.

En ese mismo lapso, el Senado mexicano casi duplicó sus gastos, para alcanzar más de 4,200 millones de pesos anuales en el periodo que concluirá en septiembre. Algo similar ocurrió en San Lázaro, donde los gastos anuales se acercan a los 8 mil millones de pesos por año.

Hay que subrayar que estos dineros son adicionales a los negocios que, gracias a la opacidad de su labor, los señores legisladores se allegan mediante asignaciones discrecionales a estados y municipios mediante los Ramos 32, 23 o similares, que en la administración Peña Nieto crecieron sin cesar para poner a disposición de los diputados por ejemplo, un fondo de decenas de miles de millones de pesos, que nutre los llamados “moches”.

Un enorme espacio de dispendio en la vida parlamentaria lo constituyen las referidas comisiones de trabajo, que multiplican el número de órganos internos previstos en la legislación respectiva. Esas comisiones son en su mayoría patentes de corso para que senadores y diputados inflen nóminas, contraten a recomendados y generen cotos de poder para generar negocios. Muestra de ello es que la absoluta mayoría de esas comisiones nunca sesionan y operan en la más grave opacidad. Con excepción de Nigeria, el Congreso mexicano es el que más comisiones opera en el mundo.

En este contexto y en materia de la vida parlamentaria, habrá que esperar antes de conceder que las cosas en realidad empiezan a cambiar.

rockroberto@gmail.com

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