Ningún gobierno democrático tiene el control completo de la agenda pública. Todos lidian en ella con angustia: se preocupan por fijar la lista de los temas que compiten por la atención, el tiempo y la construcción de sentimientos y opiniones compartidas y que, a la postre, determinan los cursos de acción que seguirá el Estado. A todos les interesa dominar la escena y todos desean que no haya más asuntos en lisa que los propios.

La capacidad de poner la agenda es una medida del poder que cada uno ejerce. No sólo manda quien decide lo que habrá de hacerse, sino quien consigue establecer los temas y modular la atención que cada uno habrá de merecer. Cuando los gobiernos logran controlar el pulso ganan también capacidad de acción, pues nada los distrae de sus propios objetivos y consiguen, además, imprimir a sus tareas una sensación más o menos extendida de eficacia, pues lo que van haciendo coincide con lo que van diciendo o, mejor aún: con lo que preocupa a todos. Por eso, una buena parte de la batalla se libra en ese campo, donde la política se hace realidad de carne y hueso.

Una de las mayores virtudes de Andrés Manuel López Obrador ha sido establecer la agenda pública e incluso dominarla: hasta los enfoques y los matices de las principales discusiones nacionales han estado ocupados en una medida superlativa por la voz de AMLO. Así ganó el respaldo de la mayoría y así ha venido gobernando desde que ocupó la Presidencia: fijando con dosis equivalentes de disciplina, tenacidad y genio, los temas principales que han ocupado la atención de casi todos, midiendo cada una de sus palabras.

Durante las últimas semanas, sin embargo, la responsabilidad de gobernar ha comenzado a imponerse poco a poco sobre esa construcción deliberada. Las grandes líneas de la 4T han tenido que ceder su sitio a otros problemas nacionales. En esa otra lista están las múltiples violencias que siguen lastimando a México; está la crisis migratoria que desafía la estabilidad de la región, la economía y hasta el talante solidario y popular del gobierno mexicano; está el estancamiento de la economía y los límites inexorables del modelo basado casi exclusivamente en la explotación de nuestros recursos energéticos, repartidos a granel; están los tropezones institucionales que han amenazado derechos fundamentales, como el de la salud; y están también las crecientes disputas en los pasillos interiores del gobierno: las grillas, las renuncias, las traiciones y la corrupción de los propios colaboradores de AMLO.

Ninguno de esos temas obedece a la voluntad del presidente, pero todos desafían el ejercicio de su autoridad. Dicho de otro modo: ninguno responde a la idea del cambio que nos ha propuesto, sino a la responsabilidad con la que deben afrontarse. Frente a la emergencia de esos problemas reales hay, por supuesto, un discurso hecho: el pasado ominoso, la convicción inquebrantable, el respaldo popular, el ideal de un nuevo régimen. Pero obstinados y renuentes a esa narrativa, los problemas siguen reclamando soluciones, imponiendo su impronta en la agenda pública y desplazando el guion prefabricado desde la Presidencia.

Su sola presencia nos dice algo relevante: que el desgaste que sufren los gobiernos (todos los gobiernos) cuando han de pasar del programa electoral a los problemas reales, ha comenzado a surtir su efecto corrosivo sobre el Palacio Nacional. Y nos anuncia también que, al irse engrosando la agenda de los problemas no resueltos y de los que irán surgiendo en el camino, habrá de irse revelando también el verdadero espíritu de nuestros gobernantes, pues no es lo mismo imaginar lo que debe suceder, que hacerlo. Ese espíritu se prueba en el ejercicio de la responsabilidad y no sólo en el discurso de la convicción.

Señoras y señores: Bienvenidos, ha comenzado la verdadera trama del sexenio.

Investigador del CIDE

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