No tengo duda de que Andrés Manuel López Obrador ama el país que gobernará a partir de diciembre. En el 2012, cuando lo entrevisté largamente, le pregunté cómo debía yo explicarle a mi hijo mayor, que entonces tenía cuatro años, la figura de López Obrador en la historia mexicana. “Soy un luchador social”, me dijo emocionado. Le creí y le creo. No dudo de sus buenas intenciones, pero advierto sus defectos.

Le deseo al presidente electo que, tras su victoria en las urnas, ayude a desterrar de una vez por todas la sombra del fraude. El sistema electoral mexicano no es impoluto. La compra de votos y otros vicios siguen ahí, ensuciando. Pero los votos los cuentan millones de mexicanos honestos y cumplidos. La democracia mexicana no merece vivir bajo la sombra ficticia de la posibilidad de un fraude. Ahora, supongo, podemos decir finalmente la verdad: López Obrador perdió en 2006 y 2012 y ganó en 2018 en tres elecciones perfectibles pero legítimas. El nuevo presidente debería ayudar a fortalecer al INE y, con ello, la percepción de confianza que merece desde hace años la democracia mexicana. Ya es hora.

Le deseo que resista la tentación de descalificar a la prensa que le resulte incómoda. En la regeneración moral que ha prometido no hay lugar para adjetivos que amedrentan a quien disiente desde la opinión o el trabajo periodístico, incluso aquel que le parezca injusto o inapropiado. Dejémosle a Trump los tuits vulgares y burlones contra medios y periodistas; dejémosle a él la narrativa de antagonismo perpetuo con la prensa. En un país donde el ejercicio periodístico es un riesgo cotidiano y fatal para miles de valientes colegas en zonas de violencia e inseguridad, el nuevo presidente no puede darse el lujo de sumar a un clima de desconfianza y confrontación con la prensa. Le deseo, pues, templanza frente a la crítica.

Le deseo, también, que esté a la altura de la agenda progresista que, como líder de izquierda, debería defender sin necesidad de consultas. Lo invito a proteger activamente los derechos de las minorías, contemplar seriamente la legalización plena de la marihuana y convertir a México en santuario para los miles de refugiados centroamericanos que hoy maltratamos de forma tan vergonzosa. Le deseo que gobierne también para los millones de mexicanos que viven en Estados Unidos, que anhelan un defensor proactivo y decidido que los haga sentir plenamente visibles. Le deseo que confronte el reto nativista que representa Trump y su partido con seriedad absoluta, sin enconcharse, sin caer en nuestra propia versión de aislacionismo.

Le deseo que evite erosionar la independencia plena de la Suprema Corte. Poco a poco han quedado atrás los tiempos en los que los conflictos se resolvían en la esfera del Ejecutivo, con oscuros apretones de manos en las oficinas de algún funcionario. Ahora, bien que mal, muchos desacuerdos se dirimen, con toda seriedad, en el ámbito judicial. López Obrador haría bien en respetar ese avance. La corte merece protección, no descalificación. La alternativa será una regresión inadmisible.

Le deseo que, cuando las cosas vayan mal, evite culpar a terceros. El nuevo presidente conseguirá muchas cosas y fracasará en otras tantas. Se dirá justamente orgulloso de sus logros pero también enfrentará retos que resultarán insuperables. Cuando así sea, deberá resistirse a la teoría de la conspiración, recurso típico del populismo enfrentado con la adversidad. Deseo, por ejemplo, que guarde ya en un cajón el coco de “la mafia del poder”, los empresarios confabulados en su contra, los medios y su “cerco informativo” y otros fantasmas similares a los que ha recurrido. El presidente López Obrador, el más poderoso de las últimas décadas en México, hará bien en presumir sus éxitos. También acertaría en asumir como propios sus tropiezos.

Pero sobre todo le deseo éxito. ¿Quién no quisiera ver el México que López Obrador describe en las últimas páginas de su libro de campaña? Un país libre de violencia, pobreza y desigualdad, donde no hay ya emigración por hambre o escasez ni corrupción política o impunidad. Un país reforestado, donde se hayan recuperado los “ríos, arroyos y lagunas”. Un país que crece al 6% y lo hace en una “convivencia sustentada en el amor y en hacer el bien para alcanzar la verdadera felicidad”. Todo eso y más prometió López Obrador para ganar como ha ganado. Deseo que de verdad consiga ese México ideal que ha ofrecido. Si lo logra sin ceder a pulsión autoritaria alguna, respetando la libertad plena de quien disiente, sin darle la espalda al mundo o la modernidad ni buscar más poder del que ya tiene o coquetear con perpetuidades; si le da a la niñez mexicana una educación que le garantice un lugar en la competencia futura y al país un sitio a la mesa de las grandes transformaciones tecnológicas y sociales que vendrán, si apuesta por la transformación antes que la regresión… si Andrés Manuel López Obrador logra todo eso, se habrá ganado el sitio histórico al que aspira. Tendrá seis años —y solo seis años— para conquistarlo.

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