Dos premisas. Primera. He escrito muchas veces sobre eutanasia. Lo empecé a hacer cuando joven. Con el transcurso del tiempo he sido testigo del imparable crecimiento de la tecnología médica y del irremediable declive de la relación afectuosa entre médicos y enfermos; entre más crece la primera, más se deterioran los vínculos humanos. Segunda. No predico a favor de la eutanasia. La considero una opción válida y necesaria. En una ocasión escribí: no me obsesiona la muerte, me obsesiona la vida. Agrego: me obsesiona escuchar al enfermo y me molesta el escueto interés médico y jurídico para diseñar políticas a favor del bien morir. Los muertos míos y los ajenos han sido maestros: hay quienes tienen la suerte de vivir con dignidad, mientras que algunos deciden cómo y cuándo morir. Elegir la propia muerte es el mayor acto de libertad al cual puede aspirar un ser humano.

Los individuos somos diferentes. Las divergencias afloran sin cesar. Frente a la muerte las disparidades se profundizan; no es para menos: la muerte es el mayor reto en esa larga ristra de tropiezos y éxitos llamada vida. Repito: no abogo a favor de la eutanasia; sí lo hago a favor de morir con dignidad. Al igual que con el derecho a abortar, el derecho a morir ha crecido poco a poco. Expongo algunos avatares sobresalientes (los que caben en el artículo). Imposible abordar todos. La eutanasia no es contagiosa. Quienes abogan por ella no la recomiendan a otros y, menos aún, a quienes, debido a su fe, la rechazan. Cavilar en ella es imprescindible.

La tecnología médica es inmensa, inabarcable, inagotable. Carece de alma. El ser humano es único, Tiene alma. Entregar la vida, la vida/muerte, a las máquinas y a quienes las manejan, médicos que oprimen botones, o religiosos que dictan sus reglas es contra natura.

Para facilitar su lectura y su escritura, enlisto la simiente: 1) El número de personas que fallecen en el mundo en países ricos víctimas de enfermedades crónicas es cada vez mayor. Algunos datos sugieren que la mayoría fenece “mal”: víctimas de dolor físico y anímico, y de procedimientos médicos innecesarios. 2) Los enfermos crónicos son sujetos de tratamientos inútiles y excesivos. A los médicos no se les entrena a no hacer; se les exige hacer. 3) A los galenos no les interesa acompañar a morir. Los programas universitarios poco o nada se ocupan del tema. 4) Es imprescindible contar con uno o más apoderados cuya función es fungir como portavoz del enfermo cuando éste sea incapaz de decidir su final; la figura del apoderado es vital si acaso emergen dudas en las instrucciones anticipadas, i.e., documento que define las condiciones en las que se desea morir. 5) Los cuidados paliativos, excelente opción, deberían estar al alcance de todos. Su aplicación, idóneamente, debe paliar el dolor físico y ocuparse del dolor anímico. 6) Los esfuerzos académicos, médicos y jurídicos han sido insuficientes para aligerar el peso de las enfermedades que se convierten en muertes prolongadas. 7) El derecho a morir con dignidad requiere diversas intervenciones; es necesario considerar el acto como derecho humano, sensibilizar a la opinión pública y exigir que instituciones estatales y de salubridad se pronuncien al respecto. 8) Las discusiones deben —en Holanda y Bélgica ya se hace— expandirse e incluir a niños con enfermedades terminales y a personas que no tienen capacidad de decidir. 9) Debe discutirse qué hacer en pacientes incompetentes y/o en estado vegetativo permanente sometidos a hidratación y nutrición por medio de sondas. ¿Es “más o es menos” ético proseguir apoyando al enfermo en vez de permitirle partir? El médico debe ser el encargado de dialogar con la familia. 10) En los puntos anteriores, y en los que no encuentran espacio en este artículo, se fundamenta el principio de la autonomía, derecho de toda persona para ejercer su voluntad siempre y cuando no dañe a otros.

Acelerar la propia muerte es el mayor reto de la vida tanto para quien la considera como para su familia. No ser partícipe del acto y no acompañar al ser querido en sus últimos momentos es rehuir a una de las grandes oportunidades de la vida. Amar y entregarse a quien decide finalizar su vida es una de las más honrosas apuestas de la existencia: formar parte del último adiós.

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