Miami.— En su segundo mandato, Donald Trump ha vuelto a tensar al límite la relación con la prensa. De “cerdita” a “estúpida”, los casos de agresiones contra mujeres periodistas se multiplican.
Mientras respondía preguntas sobre un tiroteo que afectó a integrantes de la Guardia Nacional, Nancy Cordes, periodista de CBS, jefa de corresponsalía en la Casa Blanca, planteó detalles acerca de la entrada del sospechoso afgano a EU y cuestionó por qué, si según informes oficiales había pasado todos los filtros, Trump insistía en culpar al gobierno de Joe Biden. Trump la llamó “estúpida”.
Se trata de un insulto “que infantiliza, que descalificaba no tanto la pregunta realizada, sino la capacidad intelectual de la periodista”, señala a EL UNIVERSAL la sicóloga Bárbara Gutiérrez. La escena se sumó a una racha de ataques verbales contra mujeres periodistas en semanas.

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Días antes, a bordo del Air Force One, Catherine Lucey, corresponsal de Bloomberg, preguntó sobre los archivos vinculados al caso Jeffrey Epstein. Trump respondió inclinándose hacia ella, apuntando con el dedo y lanzando un “cállate, cerdita”, un insulto que “convirtió en una cortina de humo una pregunta incómoda y, al mismo tiempo, en una burla degradante; una salida de escape rápida y vulgar”, dice Gutiérrez.
A otra periodista la llamó “fea por dentro y por fuera”, tras publicarse un artículo que cuestionaba su energía y ritmo de trabajo a sus 79 años. A la reportera Mary Bruce, que preguntó sobre la responsabilidad del gobierno en el asesinato del periodista Jamal Khashoggi y los vínculos sauditas, Trump la interrumpió y tachó de “terrible persona” y de ser pésima periodista. “Frases brutales, dirigida a la apariencia de las mujeres reporteras, ignorando el contexto informativo y nuevamente creando distractores para escapar”, dice la especialista.
A decir de Gutiérrez, esta repetición de insultos “revela algo más profundo que una actitud impetuosa: es una estrategia sistemática de desprecio hacia las mujeres que cuestionan al poder”. El patrón adquiere mayor gravedad. No son sólo las periodistas. Trump ha presumido de poder hacer con las mujeres lo que sea: toquetearlas, besarlas, porque “cuando eres una estrella, te lo permiten todo”. Especialistas lo calificaron de “definición de agresión sexual”.
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En contra de Trump han surgido múltiples denuncias de mujeres que lo han acusado de tocamientos no consentidos, acoso y agresión sexual, incluyendo E. Jean Carroll, a quien un jurado declaró víctima de abuso sexual y difamación, condenando a Trump a pagarle 5 millones de dólares; en 2024, en un nuevo juicio, la sentencia subió a 83 millones 300 mil dólares por daños punitivos, reputacionales y emocionales.
Carroll declaró que su demanda tenía como objetivo “recuperar su nombre” y exponer la verdad.
La Casa Blanca defiende insultos de Trump como “franqueza”. A decir de Gutiérrez revelan un diseño del mundo donde “las mujeres, con sus cuerpos, opiniones, autonomía, son continuamente minimizadas, deslegitimadas y violentadas, sea como objetos de deseo, como entretenimiento, como fuente de vergüenza o como obstáculos a silenciar”.
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Los defensores de Trump alegan que si Trump fuera misógino, no habría mujeres destacadas en el gabinete. De la jefa de gabinete Susie Wiles a la fiscal general Pam Bondi, la secretaria de Seguridad Nacional Kristi Noem o la vocera de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, todas son exaltadas por Trump como ejemplo de su apertura hacia ellas. Para Gutiérrez, esas mujeres son prueba y coartada. “Prueba, porque el modo en que las elige las describe y las coloca en escena que confirma una visión jerárquica y utilitaria de las mujeres. Coartada, porque su presencia le permite decir, una y otra vez, que no puede ser misógino si está rodeado de mujeres fuertes en la Casa Blanca y en su gabinete”.
En conjunto, ellas encajan en la personalidad de Trump como figuras de un guion clásico: la división entre “las nuestras” y “las enemigas”. Las primeras son leales, bellas según el canon dominante, dispuestas a defenderlo incluso en los casos más tóxicos y agradecidas por el acceso al poder que él les otorga. Las segundas son periodistas que preguntan por los expedientes de Epstein, escritoras que denuncian abusos, exreinas de belleza que recuerdan humillaciones, políticas rivales que cuestionan su autoridad y mujeres en general, comunes, que cree poder abordar a su antojo. “A unas se las sube al escenario, se las llama poderosas y se las exhibe como prueba de apertura. A las otras se las reduce a “cerdita”, “mentirosa”, “histérica”, “repugnante” y demás adjetivos”, comenta Gutiérrez. El mensaje implícito es que, si estás con él, no eres el objeto de su misoginia, sino beneficiaria de su excepcionalidad. Desde una perspectiva de género, esto encaja con la “misoginia benevolente”; “no se trata de odiar a todas las mujeres, sino de construir un pedestal para unas pocas, casi siempre bajo condiciones estrictas, mientras se degrada y castiga a las demás”, dice la especialista.
Estas mujeres encarnan lo que muchas teóricas feministas describen como el “pacto patriarcal”: la posibilidad de que determinadas mujeres accedan a cuotas significativas de poder dentro de un sistema desigual, a condición de no cuestionar los fundamentos de ese sistema. Las lealtades que han construido con Trump se insertan en ese pacto, de acuerdo con grupos de la llamada marea verde: están en la cumbre del poder, pero no como cuestionadoras de la misoginia estructural del líder, sino como mediadoras que la suavizan, la justifican o desvían la atención. Cuando la misoginia se vuelve normal y se ejerce desde la cúpula del poder, se convierte en parte del régimen político, cultural y mediático. “Este es el legado vivo de una misoginia estructural no sólo contra mujeres específicas, sino contra todas las mujeres que reclaman ser vistas como ciudadanas, madres, profesionistas, todas sujetas de derechos”, concluye Gutiérrez.