Hace más de 200 mil años, en la extensa sabana africana, el homo sapiens inició el camino de la civilización. De este ancestro común desciende la humanidad actual. Y aunque el naturalismo colonialista dio vida al término de raza, entre los siglos XV y XVIII, para clasificar y jerarquizar a las diversas poblaciones del planeta —siempre desde una superioridad moral, cultural y estética europea—, lo cierto es que este concepto se ha ido desmoronando con el paso de los años, hasta ser no solo obsoleto, sino peligroso, pues su permanencia en el imaginario social sigue alimentando el racismo y la discriminación.

Con los descubrimientos de la estructura del ADN, en 1953, y con la lectura del genoma humano, el famoso libro de la vida, en este nuevo siglo, se ha confirmado la inmensa verdad: las razas no existen. Los más de 7.700 millones de seres humanos que habitamos este planeta compartimos mucho más del 99 % de los genes. No nos distinguen razas, sino fenotipos, particularidades surgidas a partir de genotipos heredados a través de generaciones por decenas de miles de años de evolución, adaptación y supervivencia en las distintas geografías y ecosistemas del planeta.

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