Hay con no poca frecuencia también algo de evocación y leyenda en las remembranzas de las celebraciones por el centenario de la Independencia de México. Federico Gamboa, subsecretario entonces de Relaciones Exteriores, anotó en su diario que habían importado una “avalancha”, que había asistido a 60 banquetes y había preparado cerca de 100 discursos que terminaron por agotarle sus palabras. Hubo concursos de composiciones históricas y literarias, se le encomendó una ópera a Julián Carrillo, Gerardo Murillo, el Dr. Atl, organizó una exposición de “arte nacional”, se inauguró el Manicomio de La Castañeda, se empezaron a construir el Teatro Nacional, que luego se llamó Palacio de Bellas Artes, la cárcel de Lecumberri, el edificio del Congreso, que terminó convertido en el Monumento a la Revolución, por supuesto hubo un desfile en el que, según Kölnische Zeitung, “se encontraban cerca de 50 aztecas de raza pura procedentes del pequeño estado de Tlaxcala cuyo gobernador es un indio” y Porfirio Díaz y su esposa invitaron a un baile en Palacio Nacional. Sin embargo, en Rudos contra científicos. La Universidad Nacional durante la Revolución, Javier Garciadiego considera que “el momento más solemne de las celebraciones consistió en la inauguración de la Universidad Nacional”.

La Real y Pontificia Universidad de México había sido clausurada por varios gobiernos liberales, “empezando por el de Valentín Gómez Farías en 1933, la clausuraron por considerarla inútil e irreformable”, refiere Garciadiego. “Alegaban que el país necesitaba instituciones en las que se pudieran aprender derecho civil y lenguas modernas en lugar de teología, derecho canónico y latín, pues eran conocimientos para organizar un nuevo Estado”. Sin embargo, los gobiernos conservadores la volvían a mantener funcionando. Maximiliano de Habsburgo la cerró en 1865 porque “rechazaba el proyecto de una universidad imperial en México”.

Hacia 1881, Justo Sierra propuso, primero en la prensa y luego en el Congreso, la creación de una universidad pública pero independiente. Su proposición ni siquiera fue discutida por los diputados.

Garciadiego considera que la celebración del centenario de la Independencia pretendía “demostrar al mundo que era una nación civilizada. La existencia de una universidad resultaba imprescindible para ello, por lo que el proyecto de Sierra fue revivido”. El jueves 22 de septiembre de 1910, día de la inauguración de la Universidad Nacional en el anfiteatro de la Preparatoria, Sierra “elogió la política educativa de los gobiernos liberales del siglo XIX, incluyendo obviamente la de don Porfirio, y criticó a la Real y Pontificia Universidad de México; por ejemplo, le reclamó que hubiera estado cerrada a todo pensamiento distinto al escolasticismo católico y que sucesivamente hubiera rechazado las innovaciones traídas por la Reforma, el Racionalismo y la Ilustración. Sierra le reclamó no haber realizado algo sustancial durante tres siglos; para él era ya cadáver cuando fue disuelta en 1833. Don Justo la aceptaba como ancestro pero no como antecedente directo; insistió en que era una institución completamente nueva”.

Muchas historias convergen en la historia de la Universidad de donde han procedido historias varias que a veces se han entramado con historias que han tratado de determinarla. Una de las más esenciales ha sido la de su autonomía, que propició que otras universidades públicas también sean autónomas. Su devenir ha resultado insospechado y en el se han entreverado diversas voluntades, ideas divergentes, intrigas no siempre oscuras, personajes disímiles, no pocos de ellos admirables a pesar de ser casi desconocidos. Luego de distintas tentativas y de una huelga de estudiantes en la Escuela Nacional Preparatoria, a la que se pretendía añadir un año más de estudios, y de la Facultad de Derecho y de Ciencias Políticas, en la que se pretendía imponer el sistema de reconocimientos, es decir: exámenes escritos tres veces al año en lugar de exámenes finales orales, huelga que no prescindió de la intervención policial, el presidente Emilio Portes Gil le otorga la autonomía a la Universidad Nacional y firma su Ley Orgánica el 10 de julio de 1929.

Desde entonces su autonomía no ha dejado de estar amenazada. Manuel Gómez Morin, según refiere María Teresa Gómez Mont en Manuel Gómez Morin. La lucha por la libertad de cátedra, fue uno de los que la consolidaron cuando era rector con la promulgación de la Ley Orgánica de 1933. Concebía la autonomía como “mucho más que una condición legal, es el campo libre, donde se ejerce la libertad de una manera disciplinada que se acepta voluntaria y responsablemente con el fin de dar frutos de conocimiento y de carácter. Autonomía no es sólo independencia de las autoridades, sino también de la violencia y del dogmatismo”.

Entre otras cosas, la autonomía ha deparado la libertad de cátedra que propicia que en la Universidad se conjunten personas de procedencia muy diferente, con ideas y propósitos muy distintos, lo que deriva en debates a veces más que exultantes, en que en la Facultad de Filosofía y Letras hayan coincidido filósofos que podían creerse irreconciliables como Eduardo Nicol y Adolfo Sánchez Vázquez, que en el Instituto de Investigaciones Jurídicas convivan juristas divergentes, que en la Facultad de Arquitectura existan dos formas de enseñanza. La autonomía ha contribuído también a que la Universidad no sea doctrinaria ni se imponga una escolástica al uso como la que se dictaba en la Real y Pontificia Universidad de México.

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