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Sandra Pujol, una potosina Restauradora de Bienes Culturales Muebles, sabe que en San Luis Potosí el Niño Dios nunca descansa.
En su taller particular, siempre hay al menos una de estas figuras esperando atención. No importa si es diciembre o pleno verano: un dedito roto, una grieta en el rostro o un accidente de último momento convierten su espacio en una suerte de sala de urgencias devocional.
Sandra Pujol se formó como licenciada en Restauración de Bienes Muebles y ejerce el oficio desde 2010, cuando ingresó a la carrera. Aunque durante su formación el imaginario laboral apuntaba a museos, zonas arqueológicas o instituciones nacionales, la realidad la llevó por otro camino: el de los objetos cotidianos que habitan casas, altares y memorias familiares.
“La restauración no es dejar algo como nuevo”, explicó. Su trabajo, dijo, consiste en estabilizar lo que un objeto es hoy para que pueda seguir existiendo mañana.
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Es respetar su historia, su desgaste y la carga simbólica que arrastra. "Se debe intervenir lo mínimo indispensable para que continúe contando su propio relato", indicó.
En ese universo caben pinturas, esculturas, libros, espejos, mesas, floreros y figuras heredadas de abuelas y bisabuelas. Todo aquello que, aunque no siempre tenga un valor artístico formal, posee un valor emocional incalculable.

Sin embargo, no todo se puede o debe restaurar: hay materiales incompatibles, riesgos para la salud o expectativas irreales que la obligan a decir que no.
La ética profesional, aseguró, también es parte del oficio. El Niño Dios, por el contrario, es el pan de cada día.
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Llegan todo el año, muchos como Niños Doctor, figuras que se rompen justo antes de ser entregadas. En esos casos, la experiencia permite soluciones rápidas: un dedito puede quedar listo en uno o dos días, a veces en cuestión de horas.
Para Sandra Pujol, incluso esas rupturas tienen sentido: "en la historia de los objetos religiosos, romperse también significa haber cumplido su función", comentó.
A su taller llegan piezas que han sobrevivido a generaciones enteras.
Sandra recordó especialmente un Niño Dios con más de medio siglo de historia, marcado por incendios y accidentes, con parte del rostro quemado. Lejos de ver sólo el daño, la restauradora observa el amor con el que su dueña lo sostiene.
Eso, afirmó define cómo debe intervenirse la pieza.

Sandra, no juzga las reparaciones improvisadas: dedos hechos de plastilina, brazos de madera, manos de papel. Al contrario, las celebra.
Para ella, esos intentos hablan del valor profundo del objeto. “Si alguien hace eso, es porque le importa”, afirmó. Su labor no borra esas huellas, las dialoga.
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Reparación o preservación de fe e historia
"También han llegado encargos poco comunes: muñecas utilizadas en rituales, piezas vinculadas a creencias ancestrales, objetos que exigen investigación previa antes de ser tocados", recordó.
Restaurar en esos casos, explicó, implica entender el contexto, los símbolos y el peso cultural de lo que se tiene entre las manos.
Así mismo mencionó que la empatía es su herramienta principal ya que escuchar a las personas, comprender lo que esperan y respetar la imagen original guía cada decisión.
"No se repintan rostros completos ni se rejuvenecen figuras que no lo necesitan, se atiende lo que el dueño pide, con materiales compatibles y con conciencia de que una restauración también puede ser una mentira si pretende borrar el paso del tiempo", comentó.

Pedir permiso
Hay una dimensión menos visible en su trabajo: la relación íntima con los objetos.
Sandra Pujol admitió que habla con ellos, que pide permiso cuando algo no “se deja” restaurar.
No lo llama milagro, pero tampoco casualidad. Cree que las piezas cargan energía: pues décadas de rezos, súplicas, lágrimas y celebraciones dejan huella.
Tratar eso con cuidado, dijo, también es parte del proceso.
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Su taller está por cumplir cinco años con el nombre actual aunque su trabajo independiente suma ya seis. En el barrio la conocen bien: vecinos y vecinas llegan con figuras del nacimiento bajo el brazo, confiando en que ahí alguien sabrá qué hacer.
El precio mínimo por una intervención pequeña ronda los 350 pesos; lo más complejo ha sido una mesa de centro que incluso la llevó a trabajar fuera del estado.
Con mascarillas, ventilación constante y procesos adaptados a su contexto, Sandra Pujol ejerce la restauración lejos de los moldes institucionales.
Desde San Luis Potosí, ha construido una práctica donde la técnica convive con la sensibilidad y donde cada Niño Dios, cada santo y cada objeto restaurado vuelve a casa no sólo reparado, sino dignificado.
Porque en su taller no se arreglan cosas: se preserva la fe, la memoria y la historia que vive en ellas.
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dmrr/mcc
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