Hace 20 años que son amigas, y aunque esos 20 años las han dispersado por el planeta, y les han dado a cada cual otra historia que desear completar, y una familia propia a la que querer hacer feliz, se reúnen cada fin de año sin falta, el 27 de diciembre, en la casa de Alex, alrededor de una mesa en el jardín, bajo los árboles, de cuyas ramas penden unas esferas de papel iluminadas, y a donde el rumor del río llega como un ronroneo.

En la primera hora, como en otros años, sorben a traguitos comedidos el vino blanco con burbujas de las copas, y hablan de cuánto hicieron desde el remoto 27 de diciembre pasado, a quiénes conocieron, a quiénes desconocieron y mandaron al olvido, qué villanos les brotaron en la vida, y qué adquirieron, qué ganaron, cuánto acumularon. Nadie habla de cuánto perdió, la pérdida es el tema vetado.

Para la segunda hora, destapan otra botella de champaña, pum, y la mesa navega ya noche abajo, mientras hablan del mal gobierno de sus países. Dios santo, vivimos tiempos sin liderazgos morales y sabios. Los políticos de la era capitalista son unos ladrones. Y las masas son estúpidas. Quitémosles el voto. No, eduquémoslas. Ahí te las encargo, Denise, educa a la plebe, en tanto Concepción se gradúa de su tercer doctorado.

Para la tercera hora, deciden confesarse qué quieren en realidad. ¿Qué queremos, ya en serio? La lista es larga y las botellas se descorchan con explosiones estruendosas, pum, pum, pum, y las copas se vacían rápido por la sed que causa la angustia de saber que quieren mucho todavía y el futuro para lograrlo es un año más corto que el año anterior.

A la cuarta hora, siguen deseando, enumerando estaciones de la ruta a la felicidad, mientras consumen el presente, el pan, el guisado de cordero con alcaparras, el postre —helado de vainilla con galletas de chocolate—, café o té, otra botella se descorcha, pum, y aunque son ocho amigas, la mesa suena como la multitud en un pasillo del metro.

Hasta que Alex, la dueña de la casa y del jardín y de la mesa alrededor de la que están, se alza en pie y pregunta: ¿De verdad todavía tantas cosas queremos? La ebriedad le desordena el orden de las palabras. ¿Tantas queremos experiencias todavía? ¿Tantos trofeos de oro falso sobre latón? Oye Rosaura, intercala Diana suavecito, pásame otra galletita, que vamos a bajar a la gruta resbalosa de la sinceridad.

Yo la verdad, anuncia de pronto Isabelle, y se pone en pie solemne, yo quiero ya no querer nada. ¿En serio?, lo duda Denise. ¿No es ese el deseo mayor?, pregunta Concepción, la de los tres doctorados. ¿No debe guardarse ese ya no querer nada para el último lustro de la vida?, pregunta Adriana. Alex alborota de nuevo la pajarera del lenguaje: Ya querer no nada, ahora y siempre, para nunca jamás. E Isabelle la secunda, todavía de pie y con la copa en alto: De verdad eso quiero yo, ya no querer nada. Salirme de mi historia personal y ya no querer nada. Salirme de la Historia Universal. Salirme del lenguaje. Eso quiero. Y para eso, hay que soltar la garganta, aprender a estar con la garganta abierta, y ya no hablar ni por fuera ni por dentro, ni conmigo misma ni contigo, ni con la historia de cada quien ni con la Historia, con H mayúscula.

Eso. Eso. Las amigas lo repiten como ecos. Son capaces siempre de coincidir en la verdad, si la verdad se presenta de forma contundente, por eso son amigas. Eso. Eso. Lo siguen repitiendo hasta que van quedándose en silencio. Suena el río. Suenan las chicharras. Suenan dos pericos en una rama. Un gato trepa sobre la mesa y camina en el mantel entre los platos vacíos y los trozos y migajas de galletas y se detiene a lamer una copa de champaña. Las amigas no están ya alrededor de la mesa.

A un lado del río van dejando las ropas en las rocas y van entrando, de puntitas, al agua. Ay. Ay. Gritan. El agua está helada. El río está tranquilo. Sus ocho cabezas sobresalen del espejo de agua donde se refleja el cielo que está aclarándose. Es entonces que Concepción le dice al oído a Isabelle: Mírala, ella ha llegado antes. Y señala a Alex, la dueña de la casa, cuya cabeza asoma del agua helada, una cabeza con una sonrisa llena de dientes blancos. Mírala bien, susurra Concepción, es la que más nos quiere, porque ya no quiere nada, excepto lo que tiene, en el momento que lo tiene. Ella, repite Concepción, ha llegado antes a la abundancia.

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