Aquel panal recordaba a la sociedad humana: en sus salones centrales vivían las abejas de la elite, rodeando la cámara de la abeja reina, y en la superficie exterior, el millón de abejas obreras.

Cada día las obreras salían volando al campo a picar flores rojas, sorbían su néctar, y regresaban al panal, para depositarlo en las celdas de cera hexagonales, donde el sol evaporaba su humedad, y se volvía miel.

Un día, las abejas elitistas imaginaron que podrían hacer suyas parte de las reservas de miel.

—Noz lo merezemozzz —zumbaron—, porque dirigimozzz el panal.

En realidad las abejas elitistas no dirigían nada, pero en esa reunión de élite no hubo ninguna abeja de otro tipo que objetara la idea. Sellaron pues con cera una porción de celdas llenas de miel, y las abejas obreras no lo notaron siquiera, estaban demasiado ocupadas volando entre flores rojas, lejos del panal.

En vista de la inconsecuencia de la privatización, las abejas elitistas entonces se dijeron:

—Privatizemozzzzzz otra porción mázz. Noz la merezzzemozzz, porque zomoz las dirigentez y penzamoz, mientras laz obreraz son bobazzz.

Lo hicieron. Sellaron la mitad de las celdas del panal. Y tiempo después, la mitad de las restantes. Y tiempo después, la mitad de esa mitad. Y las obreras de nada se quejaron porque las bobas de nada se enteraron, estaban demasiado ocupadas volando en el campo de flor en flor.

Llegó el otoño, y con su clima frío, las flores rojas se secaron: sus pétalos marchitos y guindas cayeron a la hierba amarilla y seca. Fue entonces que las abejas todas se felicitaron de haber seguido la antigua costumbre, hasta ahora inexplicable, que habían heredado de la generación de sus progenitoras: almacenar miel en las celdas del panal. Pero se toparon con una situación inédita, solo el 1% de las celdas estaba destinado a las abejas obreras.

Nadie habría podido prever el cambio de conducta que ocurrió entre la prole de las obreras. Se volvieron agresivas: peleaban entre sí por zambullir el hocico en la miel de las pocas celdas designadas para ellas. Se mordían las alas. Empezaron a abundar las abejas tuertas o cojas. Y los asesinatos se volvieron cosa diaria. Las asesinadas caían del panal, y quedaban tiesas en el césped seco, que empezaba a helarse.

—Abramozzzlezzz las zeldazz de la élite –pidió una abeja elitista a las otras. —La ezcazzezz laz eztá matando.

—Al contrario, zerremoz con doble capa de zera nuestroz zalonez —zumbaron en respuesta las otras. —Zon zuzzias, zon pendenzierazz, zon azezinaz. Ze han depravado y zon peligrozaz.

Así que se encerraron con dobles capas de cera en los salones interiores del panal, donde soportaron el invierno comiendo toda la miel que se les apetecía y sin ninguna incomodidad, a excepción del zumbido histérico de las abejas obreras riñendo entre ellas en la superficie helada. Un zumbido que por fortuna fue perdiendo vigor, y una noche bendita terminó por disiparse.

La primavera llegó justo a tiempo, cuando las abejas elitistas habían agotado la miel almacenada. Salieron al aire libre y cálido, y vieron a lo lejos las primeras flores rojas salpicando el verde del campo. Pero no encontraron a ninguna abeja obrera que fuera a extraer su néctar, y al cabo de los días la peste del hambre fue instalándose en sus cuerpos, mientras una densa desesperación empezó a dominar sus conductas.

—¡Obrerazzz vuelvan! —solían zumbar algunas, a diestra y siniestra, llamando a nadie. —¡Lazz extrañamozz, muchachazz! ¡¿Dónde ezztán?!

Y otras, tendidas sobre los lomos, ya sólo tenían ánimo para filosofar.

—¿En qué dezizión erramozzz en la dirección del panal? —se preguntaban.

Según el biólogo griego Plinio el Joven, que dejó escrito este relato en su célebre Compendio de observaciones de panales locos, la última abeja elitista murió sin entenderlo.

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