En abril pasado, embarcado en el azaroso proceso de ratificación en su cargo como mandatario interino de Guerrero, Rogelio Ortega (Taxco, 1955), viajó precipitadamente a la ciudad de México para plantear al gobierno del presidente Peña Nieto y a la dirigencia del PRD, que encabeza Carlos Navarrete, una consulta urgente: la fracción perredista en el Congreso local, dominante con 20 de 48 curules, le exigía tres millones de pesos, por voto, para conservarlo en el palacio de gobierno.

Se trataba de una nueva demostración de fuerza de su antecesor, Ángel Aguirre Rivero, quien había dejado el cargo en octubre de 2014, tras la masacre contra estudiantes de Ayotzinapa. Vencida la licencia, exhibía la debilidad de Ortega y su condición de hombre de paja. “Le prestamos la gubernatura, ahora debe regresarla”, declaró el senador perredista Sofío Ramírez, incondicional del mandatario estatal defenestrado.

Lo que Aguirre Rivero buscaba, entre otros objetivos, era presionar al secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong —por años su amigo y aliado político—, para que se aflojaran las condiciones de reclusión a las que estaba sometido su hermano, Carlos Mateo Aguirre Rivero, internado bajo condiciones extremas en el penal de alta seguridad de El Altiplano bajo cargos de desvíos millonarios con fondos estatales. Ostensiblemente, las indigatorias no han alcanzado al ex gobernador.

Durate su campaña de 2010, postulado por el PRD, Aguirre recibió discretos apoyos de gobernadores priístas, incluido Osorio Chong, entonces mandatario de Hidalgo. El ex priísta arrancó en abril de 2011 un régimen descrito como intoxicado de poder, nepotista, cleptócrata, tolerante con el crimen organizado y… ausente por el alcoholismo de su principal protagonista.

Un mes se mantuvo Aguirre en el cargo tras la masacre de 43 estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa, ocurrida en septiembre pasado en el corredor formado por Iguala y Chilapa, la primera gobernada por el PRD y la segunda por el PRI. Los cuerpos policiales de ambas servían a bandas rivales, Guerreros Unidos y Los Rojos, respectivamente.

Casi ocho meses después —y en pleno proceso para la elección de nuevo gobernador—, en Chilapa se produjo en días pasados otra desaparición masiva de personas, al menos 16, un hecho calcado de aquél, el segundo acto del mismo drama, pero que ahora no despierta mayor expectación en la sociedad. La versión oficial es que los hechos obedecen a una pugna idéntica, pero ahora entre Los Rojos y Los Ardillos, otro grupo más que evidencia la putrefacción de la vida pública de Guerrero en los años recientes.

De hecho, hay reportes de un total de 100 personas sustraídas de sus poblados desde inicios del presente año. Ni en el gobierno estatal ni en el federal existen señales de que alguien esté conmovido con esta cadena sangrienta de acontecimientos. De acuerdo con testimonios recogidos por este espacio, la administración Peña Nieto ha decidido analizar su estrategia sobre Guerrero una vez que concluya el proceso electoral. Mientras tanto, los cadáveres seguramente se seguirán acumulando en alguna de las múltiples fosas clandestinas que manchan ya amplias regiones del estado.

Hasta ahora el escenario local parece dominado por los alcances que pueda conservar Aguirre Rivero, si bien decrecientes. Incluso sus adversarios le reconocen la perversión necesaria para haber reordenado en un lapso breve y bajo una lógica priísta, las redes construidas por el PRD en los 12 años anteriores.

Uno de sus apoyos esenciales los encontró Aguirre en la administración Peña Nieto. Entre los alardes mostrados incluyó haber tenido la visita del presidente de la República al estado en 24 ocasiones, especialmente luego de los huracanes de 2013. Otras entidades, como Oaxaca, no habían sido anfitrionas para entonces de una gira presidencial una sola vez desde el inicio del actual gobierno.

Incluso, hasta días antes de la masacre de los jóvenes de Ayotzinapa, Aguirre había logrado incluir en la agenda presidencial otra visita del mandatario federal, precisamente a Iguala, donde recorrería El Capricho, poblado con damnificados por los desastres naturales de un año antes, y sostendría una reunión con funcionarios locales, incluido el alcalde perredista José Luis Abarca, protegido de Aguirre Rivero, y hoy bajo proceso por presuntas ligas con el narcotráfico y por ser el autor intelectual del asesinato de decenas de personas, entre ellas los 43 normalistas. Esa visita nunca se produjo.

Lo que sí parece persistir es una forma de pacto entre Aguirre y el gobierno federal y el PRI. Hay indicios suficientes para asegurar que operadores electorales de Aguirre han sido vistos trabajando lo mismo en la campaña de la aspirante perredista, Beatriz Mojica, que del abanderado priísta, Héctor Astudillo.

Ello parece asignar a Guerrero el rol de una pieza electoral en el tablero político diseñado por una estrategia definida muy lejos del estado y de la suerte de sus pobladores.

rockroberto@gmail.com

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