Hoy por la noche, en la universidad Hofstra de Long Island, Hillary Clinton y Donald Trump se enfrentarán en el primero de tres debates presidenciales en la recta final rumbo a la elección del 8 de noviembre. Es imposible exagerar la relevancia del encuentro. En las ultimas dos semanas, Clinton ha perdido fuerza mientras que a Trump le ha ocurrido lo contrario. Ayudado por los errores de Clinton, además de sus propios aciertos —que incluyen una renovada disciplina de mensaje y una contención emocional inédita— Trump ha cerrado la brecha en las encuestas nacionales y coquetea con la ventaja en varios estados clave, como Ohio y Florida. Y aunque las probabilidades de triunfo aún favorecen a Clinton, lo cierto es que la elección está para cualquiera.

Aunque los expertos difieren sobre el efecto estadístico que tienen los debates durante una campaña presidencial, la evidencia indica, a mi parecer, que los que ocurran durante este ciclo electoral pueden ser definitivos. Cuesta trabajo imaginar el ascenso de Donald Trump durante las primarias republicanas sin su desempeño en los debates del partido. Trump fue un auténtico bully, de una eficacia televisiva aterradora. Aunque en menor medida, lo mismo pasó entre los demócratas. Bernie Sanders no habría llegado hasta donde llegó sin su enérgico desafío a Clinton durante la serie de encuentros que sostuvieron. La historia reciente de Estados Unidos sugiere lo mismo. Imposible explicar el triunfo de George W. Bush en el 2000 sin los desastrosos debates que protagonizó Al Gore. En el 2012, el candidato republicano Mitt Romney estuvo a punto de darle la vuelta a las encuestas cuando aprovechó a la perfección el primer debate, que vio a un Barack Obama pedante y desganado. Por eso, la recta final comienza hoy.

Más que para Clinton, que deberá cuidarse de no perder, el primer debate es una gran oportunidad para Donald Trump. Como ya expliqué en este espacio hace un par de semanas, las bajas expectativas (tontamente fomentadas por el equipo de Clinton) le han dado a Trump un enorme margen para sorprender al electorado. Para hacerlo, tendrá que reconciliar su impudicia verbal —tantas veces colérica y vulgar —con la necesidad de proyectar una imagen más serena e informada, que convenza a los millones de personas que ven a Trump como una especie de ogro rabioso que llevaría a Estados Unidos a la guerra nuclear a la menor provocación. También tendrá que mantener el discurso del outsider —lo escucharemos etiquetar a Clinton como una representante más de un sistema corrupto— y evitar a toda costa cualquier desplante agresivo que pudiera reforzar la (justificada) imagen que tiene de misógino. Será interesante, por ejemplo, ver si opta por referirse a Clinton con el respeto que merece, llamándole “secretaria Clinton”, o si comete el error de decirle “Hillary”. Trump tiene también la ventaja de su enorme ignorancia previa. A lo largo de la campaña ha acostumbrado a los periodistas y al público a un despliegue vergonzoso de incultura. Si hoy por la noche demuestra, en el escenario más importante y de mayor visibilidad posible, un manejo aunque sea elemental de los temas a tratar, la narrativa posterior le favorecerá.

Para Hillary Clinton la clave estará en hacer lo que ninguno de los dieciséis republicanos que venció Trump hace unos meses consiguió: defenderse con prestancia y solidez (y hasta sentido del absurdo) de los previsibles ataques trumpianos. Clinton tiene una trayectoria incomparable, no solo en este ciclo electoral sino en muchos anteriores. Ha estado en el círculo más alto del poder estadounidense desde hace al menos tres décadas. Sabe del mundo entero y goza de una legendaria capacidad de análisis. En su mejor versión, Clinton es una polemista difícil de vencer, como descubrieron los congresistas que quisieron culparla por el amargo episodio de Benghazi hace algunos meses. Clinton debe defenderse de Trump con fuerza y claridad, pero también tendrá que evitar la pedantería, que tanto daño le hizo a Al Gore en su encuentro con Bush. A la ofensiva, Clinton tendrá que definir a su rival como un hombre que miente, pero sobre todo como un peligro. El escenario ideal para Clinton, claro está, sería desquiciar a Trump. Nada sería más definitivo para la elección que un exabrupto misógino que termine de alejar al candidato republicano de los votantes más moderados y, crucialmente, del voto femenino.

En suma, querido lector, hágame caso: prenda el televisor hoy a las ocho de la noche tiempo del centro de México. Si no encuentra el debate en un canal de cable, búsquelo en Internet. Lo de esta noche será un ejercicio democrático envidiable y un espectáculo televisivo pocas veces visto.

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