Al pueblo francés, en tiempos aciagos.

En la Universidad de Alcalá de Henares, cuna que fue de Cervantes hace 400 años, se llevó a cabo un coloquio de gran actualidad bajo el tema de Estado, Nación e Identidades en la Globalización. Fui invitado a comentar mi libro A quién le importa el futuro (Planeta, 2015) junto al del reconocido catedrático español de Historia del Pensamiento, José Álvarez Junco, autor de Dioses útiles (Galaxia Gutenberg, 2016).

Vino luego el diálogo, el debate, en el mejor espíritu del coloquio intelectual, inicialmente entre ambos autores, aunque pronto se incorporó a la discusión un grupo de académicos, mayoritariamente jóvenes, provenientes de diversas universidades europeas (Berlín, Nápoles, Madrid, París) y latinoamericanas (Quito, Valparaíso, Lima) que habían sido convocados.

El director del Instituto de Investigaciones y Estudios Latinoamericanos de la universidad anfitriona, el historiador Pedro Pérez Herrero, graduado de El Colegio de México, afirmó categórico: “Si queremos realmente reconocer las diferencias (hombres y mujeres; indios y mestizos, izquierdas y derechas, cristianos y musulmanes) ya no caben las categorías tradicionales”. Cuánta razón le asiste. Y es que las diferencias se dan tanto al interior de cada una de las categorías, como entre una y otra. Tal reconocimiento y su cabal aceptación, constituyen la única forma de hacer valer efectivamente los derechos individuales.

Al diablo con el pensamiento binario. Mientras sigamos usando las categorías analíticas tradicionales, seguiremos atrapados en un pasado que ya no es. El Estado liberal del siglo XX ya no responde a las realidades vigentes. El capitalismo global, que no es otra cosa que la cultura occidental del consumo, muestra cada día más sus insuficiencias y los desequilibrios que genera. Y pues no, el fin de la historia que aventuró el polémico profesor de ciencias políticas de Stanford, Francis Fukuyama, no llegó, ni llegará.

Parecería entonces que hoy, lo que urge, son miradas alternativas desde la historia. Pienso que éstas nos ayudarían a transitar el presente con menos desatinos, y a diseñar un poco mejor el futuro que, acaso, nos rebasa y nos sorprende como nunca antes.

El concepto de nacionalismo, arcaico y limitante, es un buen ejemplo de nuestros desatinos y de muchas de nuestras tragedias. Mientras subsista como un sistema de creencias y de emociones con efectos políticos, seguirán los atentados suicidas, las muertes de inocentes, la impotencia de los gobernantes, el pasmo institucional, la indignación colectiva y, paradójicamente, la exaltación del mismo concepto abstracto, con la misma intensidad emotiva pero en el polo opuesto, con el signo contrario: nacionalismo también, a fin de cuentas. Frente al golpe terrorista se iza la bandera a media asta y se entona el himno nacional, hasta que vuelva a ocurrir el siguiente atentado.

Si algo ha puesto de manifiesto la globalización, y los cambios en nuestra forma de vivir y de convivir propiciados por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, es que una nación va mucho mas allá de la raza, la lengua, las fronteras, la moneda, la religión y, por supuesto, de la bandera y el himno. Los mitos y los valores comunes tampoco bastan: aún compartiendo héroes y enemigos, subsisten entre nosotros diferencias. Lo que hay que transformar entonces es la cultura. Aceptar las diferencias individuales y reconocer que muchas de ellas se han convertido en derechos, en garantías individuales, que se vuelven colectivas cuando se comparten.

Con la crisis del Estado-nación como consecuencia de la globalización, las naciones se han relativizado. Los derechos humanos constituyen un buen ejemplo de ello. Su violación dejó de ser un asunto local. Por eso se encuentran, en lugares remotos, simpatizantes fervorosos del movimiento de los padres de los estudiantes de Ayotzinapa. Tienen razón y les asiste el derecho a manifestarse. Las formas de organización colectiva van creando una nueva cultura que, paulatinamente, va desplazando a la anterior, y las instituciones quedan entonces rebasadas. Aún la soberanía territorial, antes inmutable, plantea hoy en día un debate complejo.

¿Quién sostiene entonces las concepciones tradicionales? Pues como ocurre siempre: los más beneficiados, o sea, las élites políticas, los poderes fácticos. Pero ni unos ni otros han sido capaces de impedir que se multipliquen los movimientos de rechazo hacia ambos. Lo que tenemos son sociedades exasperadas, decepción generalizada y aparición de fenómenos capaces de cimbrar, desde lo más profundo, el destino de las democracias liberales. La salida de la Unión Europea, por voluntad popular mayoritaria, del Reino Unido, es un ejemplo reciente. Crece, en todo el mundo, el partido de los descontentos.

Por eso tiene las de ganar, el que mejor represente la gestión de los malestares sociales. ¿Le alcanzará a Trump en Estados Unidos? Y, ¿cuál pudiera ser la expresión electoral de todo ello en nuestro país? ¿El regreso del PAN a Los Pinos, las candidaturas independientes, el triunfo de Morena, o como en el formato de los exámenes: ninguna de las anteriores?

La política tiene límites, lo sabemos. El problema es que ningún político se atreve a decírselo a un pueblo iracundo. Por el contrario, hay que asegurar el espectáculo. Es la plusvalía de los medios y de las redes sociales. La esperanza es que surja una suerte de regeneración democrática. Pero lo que se percibe son más bien movimientos populistas. Los discursos extremos captan mejor la indignación social, pero no son reflexivos ni asumen responsabilidades. En el mejor de los casos señalan culpables, designan a los enemigos con generalizaciones que acaban por diluir la imputación explícita: los partidos políticos, el islam, los mexicanos, la globalización, etcétera.

Políticamente se ha vuelto más rentable denunciar que construir. Pero la denuncia por sí misma nada resuelve si no tiene consecuencias. Es como el diálogo simulado: no lleva a ningún lado, es una tomadura de pelo. Pero el diálogo adquiere un gran sentido cuando se reconoce que hay diferencias con el interlocutor. Es el mejor camino que conozco para pasar de las emociones desordenadas (la ira, la venganza), a la plataforma de los argumentos. El verdadero sentido de la política, el reto para los políticos, sería entonces encauzar, lo más productivamente posible, esa amalgama plural de irritación social. Para ello se requieren espacios públicos confiables, flexibles, donde se analicen y se ponderen los argumentos; donde se reconozcan y se respeten las diferencias.

Si queremos construir una sociedad más solidaria, que a todos nos vendría bien, habría que empezar por reconocer que las diferencias individuales existen y no son necesariamente disruptivas ni ilegales. Ese es, en buena medida, el clamor que subyace, la rebelión que nos desborda cotidianamente y que se expresa, con violencia, en contextos diversos. Vive la différence!

Presidente del Consejo, Aspen Institute México

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