“Pensemos precavida o precautoriamente que el México bronco, violento, no está en el sepulcro, únicamente duerme. No lo despertemos, unos creyendo que la insensatez es el camino, otros aferrados a rancias prácticas. Todos seremos derrotados si lo despertamos…” advirtió con lucidez excepcional Jesús Reyes Heroles, el último gran ideólogo del PRI, hace ya 38 años, con motivo de la celebración de un aniversario más de nuestra Constitución. La misma que ya pronto cumplirá cien años. Pero, ¿qué está pasando entonces? ¿Acaso ya despertó el México bronco?

Lo menos que se ha visto últimamente es un México exaltado, irritado, encolerizado, convulsionado, que se siente engañado, agraviado, amenazado y perseguido. ¿De veras? Pero ¿quién lo ha dicho? Pues recientemente y de muy diversas formas lo han hecho explícito, el clero, los empresarios, los médicos, los maestros, algunos intelectuales —no muchos por cierto—, los estudiantes, las y los ciudadanos (sean o no activistas). Lo escuchas en la oficina, en el restaurante, en la escuela, en la calle, lo mismo dentro que fuera del país, hasta en algunos noticieros y también lo lees en las redes sociales y en los periódicos, no en todos, claro.

Lo ocurrido el pasado 19 de junio en Asunción de Nochixtlán, Oaxaca, es una tragedia inadmisible que pudo evitarse. ¿Dónde quedaron la negociación y el entendimiento? Y si fue una provocación, ¿dónde estaba la inteligencia para anticiparla? “¡No caigamos en la provocación compañeros!” Reza el estribillo de las asambleas universitarias. ¿Por qué no coincidieron las versiones post facto? ¿Se quería ocultar algo? Sobran preguntas y seguirán surgiendo cada vez más. Urgen respuestas, verosímiles, esclarecedoras, bien documentadas. Las distintas versiones proliferan, la confusión crece, el rumor se expande y la exaltación puede volver a tornarse violenta.

Hay que abordar los problemas desde su raíz. El Estado, para ser comprendido, debe primero comprender; para poder convencer, tiene antes que escuchar y no hay mejor camino para ello que el diálogo. ¿Diálogo? Exclaman con reproche quienes creen, que el único camino posible para contener el movimiento magisterial disidente de la reforma educativa es la violencia. Sí, diálogo, les reitero. ¿Pero para qué?, insisten. Pues para tratar de entendernos, para negociar, para llegar a algunos acuerdos, así sean modestos. De poco sirve engolar la voz frente a las cámaras y aseverar contundente: Ni un paso atrás, sobre todo si el costo es de cuando menos ocho muertos y decenas de heridos. A veces se avanza más cediendo un poco. ¡Ah! Y no se olviden, toma tiempo alcanzar acuerdos. Ya ven cuánto tardó el gobierno de Colombia en alcanzar acuerdos de paz con las FARC-EP. Pero valió la pena, ¿no les parece? Felicidades al presidente Juan Manuel Santos y al pueblo colombiano, pero también al comandante Timochenko, Timoleón Jiménez, y a los países garantes: Cuba y Noruega.

Desde luego, el gobierno también tiene el derecho a usar la fuerza para preservar el orden público. Es una prerrogativa del Estado. Lo dijo ya Max Weber en su célebre obra de 1919, La política como vocación: el Estado tiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza física. Así pues, es legal cuando se trata precisamente de preservar el Estado de derecho, pero pierde legitimidad cuando deviene en violencia.

La fuerza manda, impone, subordina; la violencia, en cambio, destruye, aniquila. La fuerza coactiva para el cumplimiento de la ley, es compatible con la paz; la violencia, en contraste, es propia de las guerras. De tal suerte, nos dice Sartori, que si la fuerza pública se transforma en violencia, se convierte en violencia pura. Como el hielo que se disuelve: deja de ser hielo y se convierte en agua.

Ahora bien, una sociedad que no transmite conocimientos genera violencia. Los conocimientos se adquieren con la educación. La educación es un bien público, ante todo, un mecanismo de inclusión social, un instrumento para fomentar la tolerancia, el respeto a disentir y la igualdad de derechos. ¿Cómo es posible entonces que el cuestionamiento —con o sin razón— a una reforma educativa devenga en un enfrentamiento tan violento? Algo anda mal. No podemos seguir viviendo así.

Una democracia flexible es una democracia madura. Una democracia rígida, por el contrario, se acerca más a un régimen autoritario. Acaba por ser más débil. Recurre con facilidad a la violencia. Un sistema democrático flexible encuentra los mecanismos que sean capaces de atender las demandas sociales. Esa, me parece, debe ser la ruta para que México deje de convulsionar.

La pregunta no es si México requiere o no una reforma educativa porque la respuesta es obvia. Más oportuno parecería preguntarnos si se requiere la misma reforma en un país tan diverso en lo cultural, multiétnico, pero sobre todo, tan desigual. No se trata de soslayar la simulación ni la ineficiencia, menos aún la corrupción. Pero ¿de veras aplica la misma reforma en los más de 200 mil planteles educativos que tenemos, según el censo del Inegi?¿Aplican los mismos mecanismos de evaluación, estímulos y sanciones para los más de 2 millones de trabajadores de la educación?¿Acaso no hay espacio para negociar variaciones locales, usos y costumbres regionales arraigados a la cultura y a las tradiciones que les son propias? Nada de ello está reñido con la calidad educativa, la responsabilidad magisterial y la rendición de cuentas. Organismos como la UNESCO estarían de acuerdo con ese enfoque. Confío en que el diálogo entre el magisterio disidente y el gobierno, reiniciado hace unos días, también así lo considere.

¿Acaso no se han preguntado por qué los maestros disidentes, los más beligerantes, se concentran en Oaxaca, Guerrero, Chiapas y Michoacán, y no, por ejemplo, en Nuevo León o en el Bajío? Basta con revisar el Sistema de Cuentas Nacionales, los indicadores de Coneval o alguno de los muchos estudios que sobre pobreza, marginación y violencia se han hecho en los últimos años para encontrar las respuestas. No es una sola.

El peor escenario es, como siempre, errar en el diagnóstico. Subestimar los síntomas. Confundir el catarro con la neumonía. Despertar al México bronco y luego querer domarlo a garrotazos. Eso no funciona. La violencia no es creativa, es destructiva. Nada resuelve.

Yo no creo, como afirman algunos líderes, que sean las estructuras institucionales las que nos violenten. Lo que sí me parece absurdo —y ocurre con gran frecuencia— es redimir la violencia propia y denunciar, con todos los medios al alcance y sin descanso, la violencia de los otros. Es como ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio. Así de sencillo.

Ex Rector de la UNAM

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