Uno de los afanes más antiguos de los poetas ha consistido en tratar de definir la poesía. La Ilíada se anuncia en el primer verso como el canto de la ira de Aquiles por la diosa y la Odisea comienza con una invocación a la musa. Aunque los griegos solían considerar que la poesía tenía relación con la música y la danza, por lo que en los festivales de Dionisos se reconocía al poeta como “maestro del coro”, Simónides, recuerda Plutarco, sostenía que la poesía es pintura que habla y la pintura es poesía muda. El Marqués de Santillana decía que era “el fingimiento de cosas útiles, cubiertas o veladas con muy fermosa cobertura” y suele sentenciarse que todo poema es un epitafio.

Como pueden demostrarlo sus múltiples libros, Alberto Blanco se ha dedicado detenidamente también a estudiar la creación y, sobre todo, la poesía, que es asimismo una forma de reflexionar acerca del devenir de las cosas.

En El canto y el vuelo, editado por anDante, que acaba de merecer el premio Xavier Villaurrutia, ha reincidido en el ensayo para proseguir inexorablemente con ese examen íntimo y riguroso que no prescinde del diálogo. No pretende hallazgos insólitos y deslumbrantes, sino que parece buscar simplemente lo elemental. Recurre a diversos textos conocidos y con frecuencia poco leídos y acaso olvidados, a creadores varios, a obras distintas para intentar explicarse con claridad ciertos misterios de la creación como una plática con el lector. “El canto y el vuelo”, escribió en el último capítulo del libro, “más que una reflexión sobre la poesía tal cual —sea lo que sea que esto signifique—, es un estudio serio y apasionado en torno a las relaciones entre la poesía y muchas artes, actividades y tópicos de nuestra vida. Se trata, pues, más que de plantear una reflexión sobre la poesía como una esencia, de observar la poesía como una red de relaciones; más que pensar en la poesía como si ésta fuera un objeto dado, de comprenderla como un proceso. La poesía como verbo, no como un sustantivo. Porque la poesía es todo un mundo: un mundo aparte, si se quiere, secundario, reflejo, paralelo, tal vez... pero un mundo completo.”

No parece suspicaz inferir que algo de sus ensayos procede de sus incesantes búsquedas creativas como poeta, artista visual, traductor. Sin embargo, en algunos de sus poemas también se detiene en ideas que examina en sus ensayos, menos como una forma distinta de representarlas que de pensarlas, como ocurre, por ejemplo, con la idea del tiempo como un ascenso y una caída que procede de dos ideogramas chinos y que transforma en poesía en “Primera teoría del tiempo”, uno de los poemas de La raíz cuadrada del tiempo, que acaban de editar Matadero y la Universidad Autónoma de Nuevo León:

Durante la infancia y la juventud

—lo mismo de los hombres

que de las civilizaciones—

priva la imagen del tiempo

como una constante suma:

un añadido que hace crecer la vida

como hace crecer las raíces

o las hojas de una planta.

Sin embargo,

llegados a un cierto punto,

esta imagen invierte su sentido.

La vida parece ser,

a partir de entonces,

una enorme resta.

En diversas ocasiones, Alberto Blanco ha confesado que es químico y que “cada científico tiene las ecuaciones que se merece”. Quizá de su formación como científico procede una lógica personal que prevalece no sólo en sus ensayos, sino que le confiere a algunos de sus poemas cierto parecido con el silogismo y la fábula.

Con un rigor natural, ha adoptado formas varias del verso. No se trata de artificios ni de alardes, sino que halla en ellas un medio personal para ir logrando la poesía que pretende y que van conformando un todo. Recientemente publicó un libro de tankas y haikus: Todo este silencio, editado por Ediciones del Ermitaño, y Contratiempos, editado por El Errante, un poema largo de los ciclos del devenir de México, que conjuga con Primero sueño, de Sor Juana; Muerte sin fin, de José Gorostiza; Piedra de sol, de Octavio Paz, y Algo sobre la muerte del Mayor Sabines, de Jaime Sabines.

Ese rigor, sin embargo, no prescinde de una ironía lúdica, sutil y contundente, pues comprende que, como le escribió Rilke a Franz Xavier Kappus, no hay que dejarse dominar por la ironía, “especialmente en los momentos creativos, intente servirse de ella, como de un medio más para captar la vida”.

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