“A la mitad de junio de 1767”, escribió el padre Francisco Xavier Alegre, S. J., al final de su Historia de la provincia de la Compañía de Jesús en Nueva España, uno de los textos elegidos por doña Elsa Cecilia Frost para conformar Testimonios del Exilio, un pequeño volumen publicado por la editorial Jus en el año 2000, “se supo haber llegado a los señores virrey y visitador pliegos misteriosos de la corte, en cuya virtud se despachaban comisarios con despachos secretos, que no debían abrirse hasta tal o tal parte, conforme a los destinos de cada uno. Muchos que observaron que dichos comisarios iban a todas y solas aquellas partes en que había casas de la Compañía, no dejaron de sospechar que la tempestad caería sobre los jesuitas. Cesó toda duda la mañana del mismo 25 del mismo mes. La instrucción dada a dichos comisarios, prevenía que la víspera de la ejecución preparase la tropa del lugar, u otros hombres de armas, que examinase con atención la situación interior y exterior de la casa, iglesia o campanario, se pusiese centinela doble, y juntando en nombre del rey al superior y los sujetos todos de la casa, se les intimase el real decreto en que eran mandados salir de todos los dominios de la corona”.

La orden era secreta. La determinación de expulsar a los jesuitas de de los dominios de la Corona española se adoptó a fines de enero de 1767, pero debido a la gran extensión de sus territorios y con la intención de que se cumpliera inesperadamente, se enviaron pliegos sellados a diversos funcionarios que, “bajo pena de muerte”, no debían abrirlo sino hasta el 2 de abril al amanecer. En esos pliegos, el rey Carlos III revestía a los comisionados “de toda mi autoridad y de todo mi poder real para que inmediatamente os dirijáis a mano armada a casas de los jesuitas. Os apoderéis de todas sus personas y los remitiréis como prisioneros en el término de 24 horas al puerto de Veracruz... Si después del embarque quedase en este distrito un solo jesuita, aunque fuese enfermo o moribundo, seréis castigado con pena de muerte”.

En el prólogo a Testimonios del Exilio, doña Elsa Cecilia Frost sostiene que, “en contra de la creencia popular, no se leyó a todos los jesuitas la orden real el mismo día, ni a la misma hora: en la ciudad de México los jesuitas recibieron la orden el 25 de junio, pero las misiones de Sinaloa y Sonora no la conocieron hasta el 25 de julio”. Refiere asimismo que, a pesar de que su confesor era jesuita, Carlos III mantuvo en secreto las razones que lo indujeron al extrañamiento de la Compañia de todos sus dominios. Sin embargo, hacia los años 70 del siglo pasado, cuando se abrieron parte de los archivos de Campomanes, se pudieron reconstruir algunos de esos motivos. En el Dictamen fiscal de la expulsión de los jesuitas de España (firmado por el conde de Campomanes el 1 de diciembre de 1766) se acusa a los jesuitas de haber participado en los motines, conocidos como el “Motín de los Sombreros”, en 1766, por su incompatibilidad con los sistemas monárquicos y de que han formado un Estado dentro del Estado. Para financiar su acción sediciosa, , según el conde de Campomanes, contaban con enormes riquezas, entre las que sobresalían las acumuladas en la Nueva España. “No reconocen la autoridad real y tratan a los oficiales y a los soldados como si fueran indios”. El conde aseguraba que también cometían graves faltas religiosas, que sostenían el probabilismo: “torrente de desorden, de relajación y de escándalo en la Iglesia”.

Desde hace 250 años, esos sucesos no han dejado de propiciar crónicas, relatos, conjeturas, mitos. En Testimonios del Exilio, doña Elsa Cecilia Frost reunió tres crónicas de los sacerdotes jesuitas Francisco Javier Alegre, Rafael de Zelis, Antonio López de Priego, que se complementan porque alguna pretende un recuento histórico de ese éxodo ambiguo, otra es un relato íntimo de ese devenir, otra es confesional. Pocos años después de la publicación del libro concebido por doña Elsa Cecilia Frost, en 2004, la editorial Joaquín Mortiz, publicó una novela peculiar: 1767, que en la portada se anuncia como “una novela sobre el destierro de los jesuitas mexicanos”, escrita por uno de los escritores que admiro: Pablo Soler Frost. Con un rigor elegante, por lo que apenas se nota, con la prosa personal que ha logrado, con un sutil sentido del humor, del que suelen prescindir quienes escriben acerca de ciertos acontecimientos históricos, escribe, como lo advierte en el prólogo, páginas en las que se puede encontrar “amor, lealtad y alegría, pero también atrocidades y delirios, deslealtades, ejecuciones, envidias, errores, fiebres, intentos de asesinato, mentiras, monstruos, motines, persecuciones, picardías, pleitos, prisiones, rumores y traiciones”.

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