Quizá desde el principio, el circo ha sugerido historias fascinantes de prodigios, de malabarismos, de contorsionistas que han revelado posibilidades insólitas del cuerpo humano, de seres inverosímiles, de equilibristas, de trapecistas arriesgados, de magos que a veces parecen payasos y payasos que a veces parecen magos, de un género musical frenético como sus funciones, de animales admirables y domadores que conocen sus virtudes y el peligro de sus humores; el circo acaso ha sido creado para cultivar asombros. Su carpa, que parece surgir mágicamente, es ya una incitación.

El circo no sólo sugiere historias varias; su propia historia parece bifurcarse inagotablemente en misterios consuetudinarios, en la trashumancia eterna de sus caravanas, en intrigas y amores, en familias legendarias dedicadas al circo durante generaciones, en la historia de sus animales como el elefante Old Bet, el segundo que fue exhibido en los Estados Unidos de América, al que mató un granjero furibundo y del que su dueño, Hachaliah Bailey, erigió una estatua a la entrada de su Elephant Hotel en Somers, Nueva York.

En Mister Universo, un filme entre la ficción y la realidad de Tizza Covi y Rainer Frimmel que se proyectó en la reciente Muestra Internacional de Cine, se recrea una de sus historias cotidianas entre un domador, Tairo Caroli, y Wendy Weber, una mujer que comparte algo de inocencia con el domador y al final de la película se revela como una contorsionista asombrosa. Como todos los personajes peculiares del filme, fuera del cine ambos trabajan en el circo: él como domador y ella como contorsionista.

Sin imposturas ni afectaciones míticas se descubre su devenir diario en sus carromatos, sus supersticiones elementales, su amor incipiente, la relación afectuosa que cultiva Tairo, casi un simple adolescente, con su vieja tigresa, con su leona, con su león. No sólo los alimenta y limpia sus jaulas, sino que juega con ellos, los acaricia, los consiente, les demuestra el amor que les profesa.

En la búsqueda de su amuleto perdido, Tairo se va encontrando en el camino con su abuela, con su tía, con sus sobrinos, con su tío, que son diversos habitantes del circo, hasta hallar el origen de su amuleto, el cual procede asimismo del circo: un hombre de casi 90 años, bondadoso, casado con una mujer del circo, que se va revelando como legendario: Anthony Robin, Mister Universo, cuyo hijo se ha convertido también en El Hombre Fuerte que prosigue los actos de su padre.

En el circo, las historias son sencillas como los milagros.

Una fotografía de espaldas del ringmaster Jonathan Lee Iversone con sombrero de copa en la penumbra azul, en la primera plana de The New York Times del lunes, consignaba una triste noticia anunciada: “The Greatest Show’s Over”: El Ringling Brothers and Barnum & Bailey Circus sostuvo su última función la tarde del domingo en el Nassau Veteran Memorial Coliseum, en Long Island, Nueva York.

Fueron W. C. Coup y Dan Castello, un antiguo clown, afirman John y Alice Durant en Pictorial History of the American Circus, quienes convencieron a Phineas Taylor Barnum de que se reunieran para crear “The Greatest Show On Earth”, cuya primera función se consumó el 10 de abril de 1871 en Brooklyn.

Las luces se iluminaron la tarde del domingo pasado, 21 de mayo, en el Ringling Brothers and Barnum & Bailey Circus, refieren Sarah Maslin Nir y Nate Schweber en The New York Times, “para mostrar 14 leones y tigres sentados en círculo, rodeando a un hombre vestido con un traje brillante”. Las evoluciones siempre fascinantes de los felinos se sucedieron hasta que se interrumpieron cuando dos tigres se quedaron sentados viendo a su domador, Alexander Lacey, que se dirigió a los espectadores: “La gente no se preocupa mucho de la suerte de la fauna hasta puede sentirla, verla, gozarla y amarla tanto como lo hago yo. Perdón, niños, no suelo hacerlo; los confundí”.

El circo, que se vendió en 1967 a Feldentertainment, cerró porque no se vendían suficientes boletos. Ashley Vargas, quien trabajaba con los animales y patinaba en el espectáculo, atribuye la decadencia a la proscripción de los elefantes. “La última actuación con los elefantes”, recuerda, “ha sido la más difícil que he sufrido. Tuve que despedirme de elefantes con los que había estado desde que nacieron. Eran parte de mi familia”.

“Pueden llorar”, dijo el ringmaster Iverson, “cuando baje el telón”.

Epílogo

Mientras en México se considera imperiosa la promulgación de una Ley de Seguridad Pública, los legisladores la posponen para consumar perentoriamente la prohibición de espectáculos con delfines —¿incluirá la serie de televisión Flipper?—, mientras prospera el negocio clandestino de la tala de árboles, no dejan de descubrirse fosas con cientos de cadáveres, se asesina a periodistas sin que se descubra al asesino, ni siquiera a sospechosos, mientras casi todos los delitos quedan impunes, se condena implacablemente a los animales del circo. Entre aquello que depara la democracia, la frivolidad no resulta lo menos atroz.

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