“Algo rarísimo acaba de pasar. El dirigente de un partido de oposición habló de la Casa Blanca de EPN en televisión”, tuiteó la noche del domingo Andrés Lajous, mientras veía presumiblemente a Martí Batres hablar en la mesa de dirigentes políticos que conducía Joaquín López Dóriga. Dos años y medio de Pacto por México habían domesticado a la oposición al punto de que efectivamente sorprendía escuchar nuevamente a un líder de partido manifestar una crítica franca y dura respecto del Presidente de la República.

Los largos meses de negociación, las miles de horas en que Los Chuchos, los maderistas y el equipo de Peña Nieto dedicaron a construir un marco de confianza recíproca y de entendimiento político no sólo produjo el Pacto por México, sino también una compleja madeja de relaciones personales, respetos y afectos que desarmaron la capacidad de estos perredistas y de estos panistas de oponerse al gobierno actual. La intención —genuina, pienso yo— de Jesús Ortega, de Jesús Zambrano, de Carlos Navarrete, de Gustavo Madero, de Santiago Creel y de Juan Molinar Horcasitas era hacer juntos en política lo que no se había podido hacer hasta entonces: sacar una reforma fiscal que le diera más recursos al gobierno sin tocar a los más pobres, abrir el sector energético para atraer grandes cantidades de capital, enfrentarse con éxito a poderes fácticos que habían arrodillado a gobiernos anteriores. Los emocionaba —fui testigo de ello en las entrevistas que les hice— ser protagonistas de un gran cambio, sentir que incidían en el rumbo del país, gobernar aunque fuera vicariamente.

Desde sus propias trincheras les advirtieron que su acercamiento con el gobierno les podía salir muy caro. Los calderonistas tildaron a los maderistas de ilusos y los bejaranistas a Los Chuchos de traidores. El riesgo, les decían, era que si las reformas tenían éxito el crédito se lo iba a llevar todo el Presidente y su partido. Ellos decían confiar en que el electorado se diera cuenta de sus aportaciones y que premiara la responsabilidad, el que pusieran al país por encima del encono infértil.

La tragedia de Iguala y los escándalos de corrupción de fines del año pasado parecían un contexto propicio para que los partidos de oposición recuperaran su vocación crítica y se pusieran al frente del descontento y la reprobación que parte de la población manifestaba. No fue así. No pudieron porque no eran ajenos a lo que estaba ocurriendo: el PRD gobernaba en Iguala y en Guerrero, donde se confundieron gobierno y crimen organizado, y el PAN arrastraba sus propias historias de corrupción entre moches, presas ilegales y turbios negocios inmobiliarios. Pero tampoco quisieron, se habían acostumbrado a poner por delante los intereses que tenían en común con el gobierno y no a diferenciarse. Sus declaraciones eran cuidadosas, sus condenas tibias. Cuando le pidieron una reacción a Silvano Aureoles, líder de los diputados perredistas, sobre las revelaciones que estaba haciendo la prensa extranjera de otro conflicto de interés entre altos funcionarios del gobierno y contratistas: no condenó el hecho, no lo reprobó, visiblemente molesto pidió que primero se indagara quién estaba detrás de estas filtraciones y qué intenciones se ocultaban detrás de esas investigaciones. Silvano reaccionó como si fuera parte del grupo gobernante porque se sentía parte de él.

En las urnas Chuchos y maderistas sufrieron serios reveses. ¿Se les juzgó por su rol de cogobernantes o por su falta de oposición? No lo sé.

Pero el domingo fue refrescante y sorpresivo ver a una oposición punzante y nada complaciente. Más allá de si se está de acuerdo con los recién llegados o no, la tensión y la distancia no pueden ser sino positivas.

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