Camino por la Avenida de Mayo en Buenos Aires. Nadie sino las multitudes de mil rostros me acompañan. En eso consiste “estar solo” en los tiempos modernos: andar por la calle sin nadie conocido a un lado, rodeado de personas anónimas, quizá conversando con uno mismo (“uno mismo”: la cifra sola del yo, ¿acaso un pronombre?). Pero aun así converso con mis muertos ilustres: Federico García Lorca, Jorge Luis Borges. No sé si debería, pues nunca los conocí aun cuando les tengo toda la confianza del mundo: a García Lorca no lo conocí porque lo mataron los fascistas en Granada 13 años antes de que yo naciera, a Borges porque me rehusé terminantemente a formarme en las filas de quienes iban a quitarle el tiempo y el oxígeno circundante en una de sus visitas a México. Hay una fotografía muy bonita en la que aparecemos Carlos Monsiváis y yo, viendo hacia un lugar que no aparece en el rectángulo que contiene la imagen de nosotros dos: en ese lugar no visto estaba Jorge Luis Borges, paseando por San Ildefonso. Pero Monsiváis y yo salimos muy bien, debo decirlo todo: la verdad sea dicha, nos vemos bien por pura luz refleja… la luz de Borges.

Decir que esos dos poetas forman parte de mí sería decir muy poco. Son también mi logósfera, una parte esencial de mi mundo, ríos fecundos y ciudades habitables.

¿Y por qué menciono a Borges y a García Lorca mientras evoco mis caminatas por la Avenida de Mayo? Porque allí está el Hotel Castelar, donde a principios de los años 30 García Lorca se hospedó, invitado por sus colegas argentinos del PEN Club y donde conoció a Pablo Neruda. Porque un poco más adelante, cruzando la gran avenida 9 de Julio, está el hermosísimo Café Tortoni, lugar de tertulias en las que Borges era el centro locuaz, ingeniosísimo, genial.

Entro en el Hotel Castelar y recuerdo que hace años estuve hospedado ahí, con un grupo de escritores mexicanos. Me gustó mucho entonces y me gusta más ahora; compro unas cuantas postales para mi amigo Lázaro Tello y luego regreso, unos días más tarde, a comer en el casi desierto restaurante con mi amigo Enrique Foffani. Al Tortoni voy solo y soy inmensamente feliz de conocer ese lugar que en otra visita a esta ciudad pude ver solamente de lejos. Tomo ávidamente fotografías, como cualquier turista entusiasmado; no voy a pretender que no lo soy.

Esta no es mi ciudad pero por algunos instantes la siento mía. Es una ilusión y lo sé pero no puedo ni quiero evitar esa sensación, el sentimiento que en mí se despierta: posesión, identificación. O quizá no es una ilusión; gracias a esos dos poetas, Buenos Aires, en esta calle, es mi ciudad aunque sea por unos momentos, por unas horas.

Repaso en la mente los octosílabos de la “Canción de jinete” y los endecasílabos del “Poema conjetural”. Esas evocaciones me recuerdan quién soy: un lector entusiasta.

Debí ir a ver la Casa Rosada y a la Plaza de Mayo, pero no lo hice.

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