A pesar de la escasa estadística oficial, los datos existentes sobre la trata de personas en México nos dan una idea de la magnitud del problema: es la segunda fuente de ingresos para la delincuencia organizada y se calcula que aproximadamente 70 mil menores de edad son víctimas en la modalidad de abuso sexual y pornografía. Además, las leyes no están armonizadas en todas las entidades federativas, lo que provoca una doble victimización y obstaculiza la justicia.

Es un secreto a voces que el silencio y la complicidad de algunas autoridades e instituciones agudizan el problema. La corrupción y la impunidad son el ancla de las redes delictivas. La “esclavitud moderna”, como ha sido calificada por los organismos internacionales, constituye un problema estructural que nos debe llevar a las nuevas generaciones a reflexiones profundas.

La sociedad del siglo XXI, la de la revolución tecnológica, la del conocimiento, no debe dar la espalda a la realidad que nos corrompe y fragmenta, sino que debe atreverse a nombrarla, a enfrentarla y a denunciarla para poder tener voz y autoridad moral que permitan generar el cambio.

Más allá de cifras y de terminología jurídica, es momento de hablar de los “clientes”, de los “observadores” y de los “cómplices”; de quienes esconden sus rostros cínicos tras la cartera, de quienes hacen del sufrimiento de otros su placer, de quienes les arrebatan la dignidad, los sueños y las posibilidades a otros seres humanos; de aquellos que saben, se hacen de la vista gorda y guardan silencio. Gracias a ellos y ellas es que la trata de personas es un negocio lucrativo.

Monstruos de moral deforme que en el cuarto de un hotel, frente a una computadora o disfrazados de patrones, devoran lentamente a sus víctimas sabiendo que causan daños físicos y psicológicos irreversibles. Monstruos que tienen credencial de elector, opinan, van al supermercado, son ciudadanos y forman parte de nuestra sociedad.

No los vemos porque hemos perdido la capacidad de asombro y junto con ella la de mirar a otros; porque en la “era del vacío”, la “sociedad líquida” sin rumbo y sin forma, se ha vuelto ciega, sorda, muda e incapaz, aunque fácilmente reconocible por su labilidad ética, su individualismo y ausencia de compromiso.

Sí, una sociedad formada por personas que pagan sus impuestos, redondean en el súper, donan en los cajeros, ponen monedas en las alcancías a cambio de estampitas que pegan en sus parabrisas, pero que nunca se comprometen. Incluso, son capaces de vestirse de parias y salir con mochila al hombro a unirse a una marcha, mientras permanecen indiferentes al dolor, al sufrimiento y a la pobreza material y moral que los rodea.

Umberto Eco tenía razón, la sociedad moderna y sus integrantes vivimos permanentemente atrapados en una dualidad, somos animales muy raros capaces al mismo tiempo de mucho amor y de un cinismo aterrador, que aplicamos una doble moral cuando nos encontramos en una disyuntiva.

Por ello, esta generación tiene que romper con esa dualidad personal y social que impide el progreso. Hacer uso de todos los recursos disponibles para generar el cambio e impulsar una nueva cultura en donde aprendamos a pensar y actuar diferente, pero sobre todo, donde recuperemos la capacidad de conmovernos por el otro.

Mientras exista esta dualidad, la ciencia, las leyes, la tecnología, los recursos y todo lo que podamos meter en el saco de la modernidad sólo servirá para ahondar la brecha de la desigualdad, perpetrar la pobreza y abonar a la decadencia ética de una sociedad que se niega a ver la realidad.

Diputada federal y activista social.
@LaraPaola1

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses