En México la corrupción es un problema alarmante y un tema cotidiano. Los medios de comunicación una y otra vez rebelan actos indebidos, cifras, conflictos de intereses y un sinnúmero de ilícitos cometidos por servidores públicos en los tres Poderes y niveles de gobierno.

La memoria no alcanza siquiera para recordar todo lo que se ha dado a conocer en los últimos cinco años, sólo a manera de ejemplo y para recordar algunos acontecimientos, tenemos desde la innombrable casa blanca hasta los oprobiosos casos de los Duarte, pasando por la presa y las caballerizas de Padres, las propiedades de Yarrington, los sobornos de Wallmart en Teotihuacán, la casa de Malinalco, y el video exhibido de los diputados locales de San Luis Potosí que revela posibles contubernios con el órgano de fiscalización estatal.

La Auditoria Superior de la Federación señaló que en los estados, 66 de cada 100 pesos han sido malversados. Por otra parte, las estimaciones del Banco Mundial, la OEA y el CEESP, señalan que el costo de la corrupción fluctúa entre el 9 y el 10 por ciento del PIB, esto quiere decir que, de cada 100 pesos de riqueza que genera la economía, 10 se destinan a la corrupción. De acuerdo con el Índice de Percepción de Corrupción de 2016, México obtuvo el deshonroso lugar 123 de entre 176 países.

No hay duda que la corrupción es una carga para la economía nacional y obstaculiza el desarrollo, ya que representa un elevadísimo costo para las finanzas del país, desestimula la inversión, genera incertidumbre y, desde luego, perpetra la pobreza y la desigualdad.

No obstante las estimaciones sobre los costos económicos de la corrupción y por más impactantes o elevados que puedan resultar, desafortunadamente no son los únicos; incluso me atrevería a decir que tampoco los más importantes. La corrupción tiene un costo desgarrador: cuesta vidas humanas, deja sangre y dolor a su paso, y está íntimamente relacionada con la impunidad.

El vacío de autoridad en nuestro país es causa directa de la corrupción. El crimen organizado ha penetrado a cada rincón del país porque existe impunidad, porque las células delictivas han carcomido las entrañas del sistema de procuración e impartición de justicia.

El narcotráfico, la trata de personas, el tráfico de armas, el robo de combustibles, el secuestro, la extorsión, los feminicidios, etcétera, etcétera, crece y se desarrolla en ese caldo de cultivo llamado corrupción.

La trata de personas, principalmente de niños y mujeres en la modalidad de abuso sexual y pornografía, se ha convertido en la segunda fuente de ingresos ilícitos ante la complacencia de las autoridades, y por qué no decirlo, también de la sociedad.

Ni la prevención, ni la investigación, ni la persecución y mucho menos la sanción de estos delitos han sido eficientes ni efectivas y no lo serán nunca mientras la corrupción siga imperando.

La cultura de la ilegalidad crece en la medida que la cultura de la denuncia se hace inexistente porque las y los ciudadanos no confían en las autoridades. No confían porque no tienen ningún motivo para hacerlo, sino todo lo contrario.

Si la corrupción medida en dinero es escandalosa, medida en muertes, en litros de sangre, en gritos de auxilio, en lágrimas y en dolor, resultaría horrorosa. Una medición que tal vez sería el principio del cambio y el fin de un sistema que ha llegado al límite de lo que la sociedad puede y debe tolerar.

Diputada Federal y activista social.
@LaraPaola1

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