No es cosa sencilla dirimir cuánto es capaz de resistir una sociedad democrática. Pero conocemos bien a sus enemigos: una clase política impermeable a la pluralidad, una oligarquía hermética a cualquier idea que amenace su hegemonía, una burocracia ajena a los verdaderos problemas sociales, un sistema judicial elitista, un gobierno impotente, medios de comunicación plagados de escándalos y líderes encerrados en sí mismos. Ninguna democracia soporta por mucho tiempo esa mezcla.

Los resultados de ese conjunto de vicios son también conocidos: la impunidad, que no es sino el reflejo de las debilidades acumuladas por un Estado de Derecho incapaz de hacer cumplir las normas que emite; la corrupción, que se reproduce a través de la apropiación ilegítima de las cosas públicas y del abuso de la autoridad concedida; la desigualdad, que se acrecienta cada vez más por las decisiones tomadas desde las cúpulas del poder político y económico; y como secuela de lo anterior, el desencanto con los productos que nos entrega la democracia y todas las formas agregadas de la violencia.

No hay forma de contrarrestar los pormenores de ese diagnóstico sin una revolución de conciencias. Pero los medios para emprenderla son muy limitados y tienen restricciones monumentales. De entrada, hay que lidiar con el escepticismo social que obviamente corroe cada idea nueva que se pone sobre la mesa. No se puede pedir otra actitud a una sociedad cuyas expectativas han sido tan traicionadas. Y en las condiciones actuales, ni siquiera es razonable esperar que sobrevenga una nueva esperanza capaz de sobreponerse a la desconfianza, sin un proyecto y sin un liderazgo capaces de producirla.

Y de aquí una de las mayores limitaciones: el agotamiento de nuestra clase política. Si ya de suyo nos faltan propuestas, las pocas que logran pasar por las muy estrechas puertas de acceso a las decisiones fundamentales, deben atravesar después por los muy calculados procesos de destrucción de quienes tienen la sartén por el mango. Es decir, por el egoísmo de quienes observan en cada nueva propuesta un riesgo para sus propias aspiraciones. Así que cuando sobreviven, esas ideas llegan a su implementación castigadas por el escepticismo social y devastadas por la contienda política.

Con todo, rendirse ante las circunstancias que nos agobian sería mucho peor. Con todos sus riesgos, es imperativo pugnar por una cultura democrática capaz de salvar los desafíos que vendrán al final del sexenio, durante las elecciones siguientes y en el cambio de mandos. Con ese propósito en mente, el INE ha propuesto una Estrategia Nacional de Cultura Cívica basada en la verdad, el diálogo y la exigencia. Tres palabras simples y poderosas que, sin embargo, ya están atravesando por el desierto.

Tras un diagnóstico crudo y extenso que explica el deterioro de nuestra cultura democrática a través de diez dimensiones, esa estrategia apuesta por promover la verdad en nuestras relaciones políticas: datos y hechos para comprendernos mejor, sin matices ni eufemismos. No más insultos, ni más ocurrencias o declaraciones mediáticas, sino información cierta y verificable. Propone mucho más diálogo entre quienes no se hablan, en una sociedad segmentada por compartimentos estancos. Y pide que haya un mayor involucramiento de todos los grupos para exigir coherencia entre lo que dicen y hacen quienes representan y utilizan el poder político en México.

Es una apuesta audaz, pero indispensable. Y en todo caso, es lo menos que puede exigirse —a su vez— a las autoridades que organizarán las próximas elecciones presidenciales. Que no se limiten a disponer credenciales, boletas y casillas electorales, sino que se apresuren a construir las condiciones políticas mínimas para fortalecer a la muy castigada y frágil democracia de México.

Investigador del CIDE

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