¿Qué tienen en común una periodista norteamericana, una jovencita ultrajada presuntamente por un grupo en Veracruz y una familia de personas con discapacidades en una zona popular de la Ciudad de México? La respuesta es que todos son víctimas de la indiferencia de servidores públicos, que en unos casos renuncian a ejercer su autoridad para ponerse al servicio del poderoso y en otros protegen intereses mezquinos, incluyendo los propios. Los agraviados padecen esa corrupción que no necesariamente pone dinero en los bolsillos de los funcionarios, pero sí crea un ambiente de injusticia generalizada y eleva muros de desconfianza entre gobernantes y gobernados.

Un infortunado ejemplo es el caso de Andrea Noel, la periodista estadounidense que recientemente padeció violencia sexual en la Ciudad de México. Aunque las redes sociales se incendiaron ante el video de su ataque por sus declaraciones y las de sus detractores, esa exposición sólo sirvió para exacerbar su vulnerabilidad, por lo que decidió abandonar nuestro país. Aunque hubo quienes la acusaron de orquestar una campaña mediática, el hecho es que las autoridades no actuaron para investigar lo sucedido o para protegerla de las amenazas en su contra.

Una polémica distinta en magnitud, pero similar en esencia, también ha tomado por asalto las redes sociales y los periódicos: la abulia de autoridades del estado de Veracruz ante las acusaciones por violación presentadas contra un grupo de jóvenes de familias destacadas en lo político y lo empresarial. Luego de un año de la agresión, los nulos avances de las investigaciones han derivado en una serie de escaramuzas mediáticas entre el padre de la joven y los presuntos agresores: si las autoridades incurren en lenidad, los involucrados buscan hacerse justicia por propia mano ante el tribunal de las redes sociales. Por ello, sea cual sea el resultado del proceso judicial, el tortuguismo oficial ya ha agravado los daños psicológicos a los involucrados y ha generado tensión e indignación en la sociedad.

Hay otros sucesos menos violentos, pero que igualmente dejan en claro el desamparo en el que puede quedar cualquier ciudadano. Este es un contundente ejemplo: la familia del profesor jubilado Bernardino Cruz ha sufrido despojos, así como daños que hacen inhabitable su casa, debido a una construcción vecina, ubicada en la colonia La Carbonera, de la Ciudad de México. A pesar de que diversas autoridades, entre ellas la comisión local de derechos humanos, han fallado en su favor, ningún funcionario ha hecho efectivas sus prerrogativas: en teoría, la razón está de su lado, pero en la práctica, el Estado simplemente las ignora. Los tres miembros de la familia padecen distintos tipos de discapacidades, lo que dificulta aún más que puedan presionar a las autoridades.

Desde luego, no debería ser necesaria ninguna presión para que los funcionarios cumplan su trabajo. Si algo evidencian estos tres casos —un caleidoscopio de la realidad mexicana que seguramente se sufre en todas las entidades de la República— es que existe esa corrupción que se basa en el intercambio de dinero, pero también otra que tiene su  nacimiento en la abulia burocrática, en el desprecio al sufrimiento de las víctimas y en la llana pereza.  Ambos tipos de corrupción son igualmente dañinos.

La demanda de justicia en estos casos se origina en la inquietud de los medios de comunicación y en las redes sociales que, actuando como voceros de la realidad cotidiana, hacen evidentes las fallas de la autoridad. Pero hay miles de casos de injusticia cotidiana, referidos lo mismo a feminicidios, violencia intrafamiliar, desapariciones forzadas o delitos patrimoniales, que por diversas circunstancias no cuentan con la atención de la opinión pública. ¿Cómo puede el Estado esperar confianza y respaldo de quienes viven a la intemperie de la injusticia y han padecido la irresponsabilidad o el desdén de las autoridades?

Ésta es, entre otras causas, la raíz de los negativos indicadores de desconfianza en las policías, en las instituciones gubernamentales y en los partidos políticos, del abstencionismo electoral y el desinterés en la participación ciudadana.

Ello nos remite a una obligación básica del Estado y de sus agentes: investigar y castigar los delitos de manera pronta y eficaz, en beneficio de la fortaleza de nuestra convivencia, lo que a su vez se traduce en un mensaje claro de que la autoridad funciona sin preferencias de ningún tipo y que la igualdad ante la ley es mucho más que un componente de la retórica oficial o electoral.

Secretario general de la Cámara de Diputados y especialista en derechos humanos.

@mfarahg

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