En el marco del setenta aniversario de las Naciones Unidas, hace unos días los países se comprometieron con una agenda común a completarse en el 2030. Inspirados en el impacto global que lograron los Objetivos de Desarrollo del Milenio, se acordó un paquete de 17 objetivos y 169 metas basadas en principios de sostenibilidad, igualdad y universalidad.

Toda vez que los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) comprometen a los países signatarios —en legislación y políticas internas—, es relevante que se haya incorporado uno relativo al acceso a la justicia. A éste se le incorporaron metas relativas a la promoción del Estado de derecho y la igualdad en el acceso a la justicia.

No es casual que los países hayan acordado la inclusión de un objetivo con ese carácter. Como la propia página de los ODS reconoce, el primer hallazgo en la evaluación de las metas del milenio es que las sociedades que avanzaron menos son aquéllas con menores niveles de justicia. El Estado de derecho y el desarrollo están intensamente correlacionados.

Por eso es necesario que los principios constitucionales y, específicamente, los derechos humanos sean garantizados jurisdiccionalmente. Es necesaria la justicia constitucional, pues sólo se puede hablar de Estado de derecho, ahí donde la aplicación de la Constitución puede ser exigida judicialmente.

Pero a decir verdad, la garantía jurisdiccional de la Constitución no ha sido simple para país alguno, porque requiere cumplir, al menos, con dos cuestiones esenciales. La primera es que debe velar porque no subsistan normas contrarias a la Constitución. La segunda consiste en que las normas constitucionales deben aplicarse en todas las decisiones jurisdiccionales y operar como fundamento del resto de las normas, actos y programas de gobierno.

En México, la justicia constitucional se encuentra encomendada a todas las autoridades que juzgan. Así, si una autoridad u órgano tiene atribuciones para juzgar, tiene entonces la obligación de hacerlo sustentando sus determinaciones en principios constitucionales.

Ahora bien, si cada autoridad que juzga es una o un intérprete de la Constitución, el número potencial de intérpretes es enorme. Por ello, es fundamental que haya tribunales constitucionales que tengan la última palabra sobre la interpretación de la Constitución y la validez de las normas que se encuentran por debajo de ella.

En nuestro país, dicha labor límite se encuentra encomendada a la Suprema Corte de Justicia de la Nación y —tratándose exclusivamente de asuntos de la materia electoral— a la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Estos tribunales constitucionales, respectivamente, son los encargados de definir con sus sentencias el contenido de la Constitución.

Esta labor puede llegar a resultar sumamente compleja, pues aunque el texto constitucional no se modifique, la realidad sí evoluciona y se complejiza. En respuesta, los tribunales constitucionales deben realizar una interpretación progresiva de los principios constitucionales, pues en ellos se encuentran las respuestas que el Estado mexicano debe dar a cada situación.

En tiempos de cambio, los tribunales constitucionales garantizan estabilidad, entendida no como pausa o estancamiento, sino una estabilidad en movimiento, progresiva y evolutiva, que comprenda los avances estructurales del Estado y los nuevos alcances de la dignidad de las personas.

Pero, más importante aún, la calidad de nuestros tribunales constitucionales y, en particular, de sus decisiones, guardan una correlación directa con el nivel de desarrollo, los niveles de igualdad y la calidad de vida que aspiramos a tener.

Magistrada del TEPJF

@MC_alanis

carmen.alanis@te.gob.mx

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