Desde el triunfo de Trump, ha sido un tema recurrente la posible deportación de mexicanos migrantes. Preocupa el trato que va a dárseles; la discriminación de la que han sido y serán objeto. Se piensa en las familias que serán divididas y las condiciones para el retorno.

Ha variado el discurso respecto de quiénes y cuántos serán deportados. La incertidumbre campea.

Pero, y si nos preguntamos ¿por qué migraron? ¿Quién o qué los expulsó? ¿Qué poderosa fuerza los movió? ¿Por qué prefirieron el riesgo?

La respuesta aflora diáfana: la falta de expectativas, el futuro negado, el hambre, la pobreza. Esa que la tecnocracia busca medir de distintas maneras y también evadir de muchas otras porque su rostro es muy duro y nos retrata a todos. A todos los que no hemos podido cerrar la brecha de las desigualdades y crear un México incluyente y próspero.

A mi generación todavía le tocó la imagen del país como cuerno de la abundancia, rebosante de recursos y riquezas. A mi generación le ha tocado ver el campo productivo y el campo abandonado; el boom del petróleo y el desmantelamiento de la industria. Nos ha tocado ser testigos o acompañar políticas públicas con visión de futuro, pero irremediablemente interrumpidas por los plazos sexenales.

Hace 40 años estaba por iniciar el sexenio que planteaba la soberanía alimentaria y que le auguraba larga vida el Sistema Alimentario Mexicano. No fue así. El país promisorio tomó un rumbo errático. Se adoptaron decisiones que agravaron la migración campo-ciudad y muchos sucumbieron en la búsqueda del sueño americano. Para unos logró ser realidad, para otros fue la peor pesadilla.

Muchos siguieron haciendo lo que sabían hacer: sembrar y levantar la cosecha. En otras tierras, pero con mejores salarios. Los oaxaqueños inclusive, siguieron realizando el tequio a distancia: ese trabajo comunitario que les da identidad y pertenencia.

Comenzaron a trabajar pensando en la familia que habían dejado y en el envío de remesas para cambiar un poco las condiciones que los habían expulsado. Dinero para mejorar la casa; para la escuela y la ropa de los niños; para comprar algunos animales pie de cría. Algunos dólares también ayudaron a migrar a los hermanos, a los hijos mayores y luego a los que siguieron.

Buscaron convertir su entorno en un pedacito de México. Envolvieron la nostalgia con tortillas de maíz y como sucede siempre a la distancia, comenzaron a idealizar lo que habían dejado. Ante el deseo de volver, aflora siempre la pregunta: ¿a qué? En algunos casos, sus espacios vitales ya fueron tomados por el narco y la constante ya no sólo es la pobreza, sino la grave inseguridad.

Hubo quienes se asimilaron a la otra cultura y hasta experimentan resentimientos con la patria que no fue pródiga. Otros, continúan sintiéndose incómodos en un espacio que sigue siendo hostil y añoran el retorno; pero por voluntad, no forzados.

La mayoría enseñó el español o la lengua indígena a sus hijos. Otros se resisten a hablarla por la discriminación de que han sido objeto. Muchos están orgullosos de nuestra raza; otros buscan no ser y no parecer.

Algunos ya rehicieron allá su vida y hoy podrían verse forzados a deshacer lo rehecho. Otra vez podrían pasar por el dolor del desprendimiento y de los sueños truncados. Se fueron en contra de su voluntad impulsados por la necesidad y podrían regresar, en contra de su voluntad, expulsados por el odio.

No pensemos sólo en el trato que les darán allá; sino en lo que habremos de construir aquí para recibirlos en algún momento. Aunque vayamos contra reloj, es tiempo de repensar, de replantear, de corregir y de generar oportunidades emergentes, justo aquí. No es momento de culpas y resentimientos, sino de acciones colectivas concretas. Asumámoslo.

Directora de Derechos Humanos de la SCJN

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