El próximo lunes es el día que Naciones Unidas dedica al apoyo de las víctimas de la tortura. Es posible que se emplee esa fecha emblemática para publicar la Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar la Tortura, aprobada hace dos meses, que sustituirá a la vigente, de 1994.

La decisión de legislar no fue producto de un ejercicio autocrítico de las instituciones, sino de las recomendaciones que formuló en 2014 el Relator de la ONU en la materia, entre las que estaba el necesario ajuste a los estándares internacionales.

México suscribió la Convención correspondiente desde 1985; la interamericana al año siguiente y el protocolo facultativo en 2003. Sin embargo, la práctica nociva de usar la tortura en las investigaciones de los delitos para obtener confesiones y/o testimonios que incriminen a alguien continuó dándose de manera sistemática.

La próxima promulgación de la nueva ley genera expectativas de cambio de la mala práctica y lo deseable sería que trajera aparejada su erradicación absoluta. En años recientes ha habido importantes decisiones en el ámbito jurisdiccional que han impactado el trabajo cotidiano de los jueces al haberse establecido reglas para invalidar las pruebas obtenidas mediante tortura. Así, cuando una persona manifieste que su confesión fue obtenida por este medio, el juzgador deberá analizar la situación de acuerdo con estándares internacionales, allegarse de todas las pruebas necesarias y pronunciarse primero sobre la licitud de las pruebas y después sobre el fondo del asunto.

En el Ministerio Público o Fiscalía recae la carga de demostrar que las pruebas que se presentaron no se obtuvieron mediante tortura y debe investigar, en su caso, quién o quienes la produjeron.

Ahí podría estar la razón por la que no se ha podido erradicar esta práctica en México. La investigación no llega al punto de identificar —y en consecuencia sancionar— al perpetrador o a quien ordenó la tortura. La Procuraduría recibe denuncias de las víctimas —que generalmente tienen temor o desconfianza— y un gran número de vistas que dan los jueces cuando encuentran indicios de la presencia del flagelo. Ninguna de las vías ha desembocado en el fincamiento de responsabilidades para los servidores públicos involucrados.

Hay sobresaturación de casos pendientes y poco personal especializado para darles seguimiento. El delito es imprescriptible y algún día podrían reactivarse los expedientes acumulados. ¿Será?

Las cifras de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos A. C. son alarmantes. Señalan que de 2006 a 2016 han terminado con sanción una veintena de casos entre los miles denunciados.

Si la práctica de la tortura no tiene consecuencias para quien la perpetra, ¿qué medios de disuasión existen para que los agentes la erradiquen?

Para fijar la responsabilidad, la nueva ley prevé que “las órdenes de los superiores jerárquicos de cometer el delito de tortura son manifiestamente ilícitas y los subordinados tienen el deber de desobediencia y denunciarlas”. ¿Lo harán? ¿Qué incentivos y desincentivos existen?

La mala práctica afecta al resultado del juicio y al sistema de procuración y administración de justicia en su conjunto. Es algo muy grave que no siempre se dimensiona adecuadamente. El rol que juegan las policías en el sistema penal acusatorio podría contribuir al mejoramiento del panorama actual. Las nuevas normas provocarán también el ajuste de criterios jurisprudenciales.

A la promulgación de las leyes debe seguir la difusión y la capacitación. El cambio de mentalidad en las nuevas generaciones de agentes podría modificar de raíz los métodos de investigación de nuestras procuradurías/fiscalías. ¿Lo vamos a lograr? Todo el esfuerzo institucional debe ir encaminado hacia allá.

Directora de Derechos Humanos, SCJN

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