Han corrido ríos de tinta tratando de caracterizar la naturaleza de la corrupción. Hemos tenido un muy clarificador debate sobre el origen cultural de ésta y así, hemos arrinconado al desván de los lugares comunes aquello de que éramos corruptos por el simple hecho de ser mexicanos, que el particular mestizaje entre ibéricos y autóctonos daba irremisiblemente como producto un corrupto. Países de nuestra estirpe han logrado avances en contener la venalidad y por esa vía, enterrar para siempre el origen genético o cultural de tan viciadas prácticas. Hoy sabemos que la corrupción es básicamente un sistema perverso de incentivos que fomenta dos tipos de comportamiento. Por un lado, actores privados que, mediante un soborno obtienen condiciones indebidas, fracturando así el principio de universalidad de las reglas. Muchos estudiosos han puesto el acento en la corresponsabilidad del sector privado en este tipo de prácticas. Pero hay otro modelo que me temo está mucho más extendido en México que es usar al gobierno como instrumento de extorsión. En otras palabras, si quieres funcionar, tienes que pagarle un “derecho de piso”. Aquí la responsabilidad del sector privado se diluye, pues el actor individual pasa, de ser el verdugo, a ser una víctima.

Pero más allá de estas caracterizaciones me gustaría hacer una precisión sobre la forma que la corrupción está asumiendo, debido a la enorme importancia económica del crimen organizado. No es preciso que detalle las cifras que las distintas actividades criminales generan como renta a las mafias. Ese dinero convive con la economía legítima y a través de múltiples mecanismos se lava y muchos empresarios conviven el dinero limpio con el sucio. El río se contamina con la salida del caño. La cantidad de triquiñuelas que en la distribución de gasolina podemos detectar en el país, nos invita a pensar que los distribuidores establecidos interactúan, en algún momento, con las mafias que roban combustible. En otros sectores, como el comercio, debe ocurrir algo similar con la venta de productos robados y la distribución de falsificaciones. Lo más inquietante de esta nueva economía en donde los criminales tienen tal preponderancia estriba en que ahora pueden corromper, comprar o capturar al sistema político y no solamente financiar campañas, también establecer un vínculo permanente de negocios a través de la concesión de servicios y obras públicas. Aquí es donde establezco la distinción entre corrupción “kosher” y la nueva corrupción. Por corrupción “kosher” entiendo el clásico arreglo entre políticos y constructores que puede expresarse de una manera muy clara con los “moches” que los diputados del PAN pedían a los alcaldes de Guanajuato o la emblemática petición de un líder del PVEM a unos desarrolladores turísticos. En ambos casos, los políticos que protagonizaron esos eventos se autopresentan como ciudadanos honorables que incluso pueden ir a misa o aparecer en la tribuna pública y con cara compungida decir: a mí qué me ven, este país funciona así. Lo mismo podríamos decir de Bejarano, quien recibía dinero de Ahumada. La argumentación para disculparlo era que el PRI había hecho cosas infinitamente peores a lo largo de su historia (lo cual no dudo), pero en el fondo se exculpaban del impúdico nexo entre políticos y constructores. En otras palabras, la corrupción se había convertido, en su versión “kosher”, en algo perfectamente practicable para las principales fuerzas políticas. Hoy estamos cruzando un peligroso umbral cuando el corruptor ya no es un tal Ahumada y el personaje es El Chapo, Los Rojos, Los Zetas o cualquier otra expresión criminal. Algunos dicen que la frontera es discutible, finalmente la corrupción es un delito independientemente del nombre del actor privado que la protagoniza. Pero a mi juicio, el origen del dinero en este caso sí cuenta. Sobornar con dinero de secuestros o que tu proveedor de combustible sean Los Zetas, sí marca una diferencia a si quien te sobornó es OHL. Subrayo, no es que no sea grave esto último, pero lo primero introduce una nueva variable que descompone todavía más el ya deteriorado espacio público nacional.

Me preocupa ver cómo de la corrupción “kosher”, la de pagarle vacaciones a los funcionarios o aportar dinero a sus campañas políticas, pasamos ahora a que los socios de los funcionarios sean organizaciones criminales que han hecho su fortuna vendiendo drogas, matando gente o traficando personas. Ellos también tienen dinero y en consecuencia, capacidad corruptora. No hay manera de poner un dique cuando las aguas están tan contaminadas así es que, si se quiere contener la economía criminal, no hay más camino que combatir también la corrupción en su vertiente “kosher” o en la criminal.

Analista político

@leonardocurzio

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