Si se evalúa a Porfirio Díaz a partir de valores morales o abstractos saldrá mal parado. Es lo que hacen las interpretaciones oficialistas de la historia, a partir además del régimen bajo el cual se escribe. Es natural que el régimen priísta, surgido de la caída del Porfiriato, ubicara a don Porfirio en el averno histórico (junto con otros villanos como Santa Anna, Victoriano Huerta, y los conservadores mexicanos a quienes combatió en la guerra de Reforma e Intervención). Pero desde una perspectiva estrictamente sociológica y politológica, no saldría tan mal evaluado. Tomemos por ejemplo el esquema desarrollado por Samuel Huntington para vincular la modernización social con el desarrollo político en una perspectiva comparativa (El orden político de las sociedades en cambio, 1968). Decía que en países donde prevalecían fuertes grupos conservadores (clero y nobleza feudal, típicamente), para poder avanzar en la modernización social y económica era menester primero centralizar el poder político en un actor comprometido con ese proceso. Sólo así se lograría neutralizar el esfuerzo de los tradicionalistas contra dichos esfuerzos modernizadores. Sin tal centralización (es decir, algún tipo de autocracia) los grupos opuestos a la modernización utilizarían su respectivo poder político para obstruir eficazmente semejante esfuerzo. En tal caso estuvieron varias sociedades europeas (no Inglaterra, caso especialísimo). Quien centralizó el poder político para empujar las primeras etapas de modernización social, económica y cultural, fue la monarquía absoluta (los Borbones en Francia, los zares en Rusia o diversos déspotas ilustrados en otros países).

Había por tanto que sacrificar temporalmente la democracia política para avanzar significativamente en la modernización social. El intento de empatar modernización social con democracia política provocó que los sectores tradicionalistas utilizaran esos espacios de participación (incluyendo los Congresos) para entorpecer y detener toda reforma modernizadora. No se podría avanzar ni en el terreno socio–económico ni en el político. Fue justo ese el caso de los países latinoamericanos que, teniendo fuertes sectores tradicionalistas como los de Europa continental —la Iglesia católica y la oligarquía terrateniente—, los liberales habían intentado por años aplicar simultáneamente el modelo democrático al tiempo de impulsar reformas modernizadoras. El resultado fue que los sectores tradicionalistas habían utilizado su poder político y las instituciones políticamente descentralizadas para impedir dichas reformas modernizadoras, lo que se había traducido en golpes de Estado y guerras civiles.

Ese fue el panorama mexicano de casi todo el siglo XIX; la pugna entre liberales (modernizadores) y conservadores (tradicionalistas) se tradujo en un largo periodo de anarquía e inestabilidad. Para avanzar en la modernización social y económica era menester concentrar primero el poder político en una dictadura modernizadora (como lo había sido la monarquía absoluta en Europa), que quitara el poder a los tradicionalistas y diera impulso eficaz a las primeras etapas modernizadoras. Esa fue la función que cumplió Porfirio Díaz, si bien hubo de simular y mantener un formato democrático por dos razones: 1) los gobiernos de Juárez y Díaz eran herederos del triunfo histórico de los liberales, cuyo modelo político era por supuesto la democracia, que por tanto había que preservar al menos en la forma; 2) la democracia —aunque no lo fuera en la práctica —era también un requisito exigido por Estados Unidos para reconocer a los gobiernos mexicanos. Con todo, Díaz entendió la circunstancia del país y decidió posponer la democracia en aras del impulso inicial de la modernización social y económica de manera eficaz y con estabilidad política. Ese era por cierto el camino trazado también por Juárez —el “dictador de bronce”, le decía Justo Sierra—. Hasta que el modelo se agotó (como en Francia en 1789 y Rusia en 1917), y don Porfirio no lo supo entender. Ese fue su verdadero error histórico.

Profesor del CIDE

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