En pocos días volveremos a celebrar el Grito de Dolores y la hermosa alegría popular podrá darse libre curso sin preocuparse del misterio histórico que encierra la hazaña del ilustre sacerdote, Miguel Hidalgo. Olvidemos los antecedentes, las “causas” de la Hidalgada. Es algo sui generis y surge como origen absoluto, un poco como cuando Dios dijo “Fiat lux” y se hizo la luz; es un principio radical que actúa sobre el desarrollo ulterior de los acontecimientos, de las ideas y motivaciones; algo como una “causa prima”, un parte agua, un puerto de altura, que sigue teniendo sus efectos hasta nuestros días. La paradoja de nuestra historia es, por un lado la continuidad del proceso histórico que corre desde los tiempos hispánicos hasta hoy, pasando por la Nueva España y el joven México que nace a partir de 1810 en un largo y doloroso quiebre; por el otro lado, dicha continuidad está periódicamente interrumpida, violentamente interrumpida por la Conquista, la Guerra de Independencia, la Revolución Mexicana. Continuidad y rupturas, pues.

Hidalgo, poco antes de morir, anticipaba los últimos pensamientos de Simón Bolívar en su lecho de muerte, y se arrepentía de haber sido la causa de tanto derramamiento de sangre inocente: “¿Cuál será mi sorpresa, cuando veo los innumerables pecados que he cometido como cabeza de la insurrección? Yo veo la destrucción de este suelo que he ocasionado, las ruinas de los caudales que se han perdido, la infinidad de huérfanos que he dejado, la sangre que con tanta profusión y temeridad se ha vertido, y lo que no puedo decir sin desfallecer, la multitud de almas que por seguirme estarán en los abismos”. Para explicar su conducta, invocaba el “frenesí” que se había apoderado de él y le nubló la vista mientras duró el ciclón de la insurrección, hasta la derrota de Puente de Calderón, a principios de 1811. No se arrepintió de la decisión política, a saber, llevar la Nueva España a la independencia, sino del modo de llevar la empresa y, por lo mismo, pidió perdón a “vosotros los insurgentes, de la responsabilidad horrible de haberlos seducido”. Murió con absoluta entereza. La revolución siguió su curso, largo y complicado, hasta la proclamación de la independencia, diez años después de la muerte del cura precursor.

¿Cómo concebía su empresa? Así empieza la proclama que dio en Guadalajara, en enero de 1811, sobre el derecho natural al autogobierno: “Cuando yo vuelvo la vista por todas las naciones del universo y veo que las naciones cultas como los franceses quieren gobernarse por franceses, los ingleses por ingleses, los italianos por italianos, los alemanes por alemanes, cuando veo que eso mismo sucede en las más bárbaras y groseras, en aquellas mismas que arrastran su miserable existencia a manera de bestias… que entre las pocas ideas que su vida errante les permite, una de ellas es la misma que se observa entre las naciones cultas: que los apaches quieren ser gobernados por apaches, los pimas por pimas, los tarahumaras por tarahumaras, no puedo menos de creer que ésta es una idea impresa por el Dios de la naturaleza”.

Pero en el mismo texto reconoce que ya se trata de una guerra civil entre mexicanos y les “recrimina a los americanos que militan contra la insurgencia… ¿Es posible que ocho o diez mil hombres americanos no tengan ánimo para deshacerse de quince o veinte individuos que llamáis oficiales? ¿Quién de vosotros perecería si a un tiempo diesen todos la voz de libertad? ¿Podrían treinta o cuarenta contener a diez mil que están sobre las armas?”. Hidalgo está hablando del ejército de Calleja, compuesto por mexicanos, el ejército que lo derrota en Puente de Calderón. Lucas Alamán comenta: “Tales son siempre las revoluciones mal calculadas y en que no se cuenta con los medios de ejecución suficientes para una empresa atrevida”.

Investigador del CIDE.

jean.meyer@cide.edu

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