Llevo conmigo algunos recuerdos de utilería

Juan José Arreola

Nuestros recuerdos no nos pertenecen. No sólo cambian cada vez que los recordamos, no sólo los imaginamos a partir de relatos vagos, de una fotografía, de alguna impresión, no sólo recreamos historias que no conocíamos y que acaso permanecen en una calle, en una ruina, en el lugar de los hechos, sino que nuestros recuerdos, como eso que llaman realidad, nos han sido impuestos.

En la calle E de El Vedado, en La Habana, Eliseo Diego se aferraba a negar que conocía a Julio Iglesias, a pesar de que su vecino gastaba cotidianamente un Long-play resistente que reproducía la vocecita tristemente inolvidable del malogrado que también quiso ser portero del Real Madrid.

Como Eliseo Diego, creo que muchos de nosotros rememoramos tonadillas que preferiríamos ignorar. El sonido de la radio impone cancioncitas con frecuencia atroces, el cinematógrafo ensaya educaciones sentimentales, la televisión moldea tentaciones, el periódico prodiga hechos y personajes que sería deseable obviar.

Somos asimismo testigos de la vida de otros que inexorablemente conforman nuestros recuerdos. No siempre se trata de familiares, amigos y enemigos, con quienes solemos compartir nuestros anhelos. El olor de la cocina de un vecino circunstancial, la desconocida descubierta en el Metro, el conductor de un camión, la conversación huera de un oficinista que habla por teléfono puede determinar nuestra memoria.

También nosotros irrumpimos, sin saberlo, en los recuerdos de otros. El poeta austríaco Christoph Janacs se ha preguntado a veces en cuántas fotografías de turistas japoneses aparecerá por azar su retrato. Aunque no nos reconozcamos en él, el recuerdo que los otros tienen de nosotros no deja de conformarnos, como las fotografías en las que perduran momentos en los que intervinimos y cuyas imágenes con frecuencia difieren de las de nuestras reminiscencias.

Se atribuye al poeta Simónides de Ceos la invención del arte de la memoria. En Ad Herennium, un tratado de retórica que, según Frances A. Yates, seguramente conocía Cicerón y del que, de forma paradójica, se ha olvidado el nombre de su autor y sólo se conoce el de aquel al que estaba dedicado, se sostiene que “la naturaleza nos enseña qué hemos de hacer. Cuando vemos en la vida cotidiana cosas mezquinas, ordinarias y vulgares, generalmente no logramos recordarlas, a causa de que la mente no ha sido aguijoneada con cosa alguna novedosa maravillosa. Mas si vemos u oímos algo excepcionalmente ruin, deshonroso, insólito, grande, increíble o ridículo, probablemente lo recordaremos por largo tiempo. Según esto olvidamos comúnmente las cosas inmediatas a nuestros ojos u oídos; a menudo recordamos muy bien incidentes de nuestra infancia. Y eso no se debe a ninguna otra razón sino a que las cosas ordinarias se escapan con facilidad de la memoria, en tanto que las sorprendentes y novedosas permanecen por más tiempo en la mente. (...) Debemos, pues, construir imágenes de tal suerte que puedan adherirse a la memoria por muy largo tiempo. Y obraremos de este modo si establecemos las similitudes más sorprendentes que sea posible; si logramos construir imágenes que no sean corrientes o vanas sino activas; si les atribuímos excepcional belleza o fealdad singular; si adornamos algunas de ellas, por ejemplo, con coronas o con mantos de púrpura, de modo que la similitud resulte más clara para nosotros; o si las desfiguramos de alguna manera, introduciendo por ejemplo a algún teñido de sangre o manchado de barro o embadurnado con pintura roja, de suerte que resulte más sorprendente su forma, o asignando determinados efectos cómicos a nuestras imágenes, pues eso asegurará asimismo la presteza de nuestro recuerdo de ellas”.

La memoria también puede falsificarse, simulando hechos extraordinarios que no ocurren cotidianamente. La rutina y los sucesos diarios de la que está hecha nuestra vida se olvidan sin advertirlo. Sin embargo, en algún momento imprevisto, la memoria nos devolverá inexorablemente cierto recuerdo ingrato y la imagen de algún desconocido.

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