Alguna vez quise ir a las Olimpiadas. Tenía trece años. Quería correr el maratón y los diez mil metros. Emular a Émil Zatopek o a Lasse Virén, el finlandés volador. Yo era entonces joven y resistente. Y algo feo. Los feos resistimos y podemos correr hasta quedar muertos. ¿Qué es la muerte para un niño así? Una bendición para sus padres. Y entonces yo era también un niño bueno, amable con su padre y cortés con su madre. Quería darles una medalla. Y me puse a entrenar. Solo y a destiempo, como lo he hecho toda mi vida. Un ser desconfiado que corría en soledad durante las tardes y las noches. Al final no hubo nada, ni Olimpiadas, ni medallas, ni nada. Hoy me sorprendo de aquel impulso inaudito y tonto. Pero no me avergüenzo. Los trece años son una astilla en la pata de un oso, se entierra y nunca sale, y es mejor aprender a caminar con ella.

Alguna vez quise ser un escritor maldito, y ofender a todos los que a su vez me ofendían con su mediocridad y presencia. Deseaba lanzar piedras a las mulas que nos jalan a todos hacia el barranco. Gritarles: “¡Deténganse, mulas. Yo no quiero suicidarme como ustedes!” Y entonces las mulas me darían de coces, continuarían su camino y caerían haciéndose pedazos entre los riscos. Y yo me salvaría, herido y a un lado del camino. Luego me di cuenta de que los escritores malditos eran un juego inconveniente. Gozaban de un papel en la misma obra: querían fama, reconocimiento y papel moneda a cambio de sus espinas. ¿Cuándo me di cuenta de eso? Ayer, es decir a los veinte, a los cuarenta años, a los 33. Mi amigo Carlos me invitó a escribir algo sobre los malditos, “lo que sea, lo que se te venga en gana”, me dijo. A él no le puedo negar nada porque me recuerda al hermano de mi padre. Escribí algunas páginas en donde dije que, en todo caso, me habría gustado ser un gnóstico como el alejandrino Epifanio, para quien el Cosmos no era más que pura opacidad; o como Basílides que reconocía en el silencio la música del universo; o Valentín que afirmaba entre sus discípulos que el Error (y no Dios) era la fuerza esencial de todo lo creado. Algo así escribí. El arte maldito no hará jamás el mismo daño que, por ejemplo, los especuladores financieros, los políticos millonarios y los panaderos que abusan de los menores.

Alguna vez quise escribir una carta al hijo que decidí no tener y explicarle que no podíamos traerlo a este pantano excrementicio sólo por mero deseo. ¿Para qué? ¿Para que se fuera hundiendo tan lentamente como nosotros? Mejor que continuara siendo una idea y no tomara cuerpo, mejor que se quedara en el mundo de lo que no fue. Le explicaría al hijo no nacido que mi vida ya se acabó y no he visto un solo cambio social importante a mi alrededor (Parménides tenía razón, pero sólo si se le añaden unas gotas de Heráclito para que el engaño tome consistencia). Que la crueldad, la corrupción, y el interés ordinario prevalecen. Sí, sé que también le ahorraría la vista del mar, el cuerpo de una mujer y un par de buenos vinos, pero al final comprendería que es más conveniente existir en potencia que en acto. El vino que iba a tomarse él, mejor me lo tomo yo. Y se acabó.

Alguna vez soñé con ser recordado. Algo tan absurdo como desear ir a las Olimpiadas y ganar el maratón. Y después, a los 30 o sesenta años me di cuenta de que la memoria se agotó, y muerta como está yace frente a nosotros como una alucinación. No se recuerda a quien escribe libros; no se recuerda a Tucídides, a Víctor Hugo, a Revueltas (me refiero a José Silvestre) ni a Kant; a excepción, claro, de los recordadores profesionales. ¿Pero eso qué? Y entonces observas a los más jóvenes aprender los malos vicios y ser en potencia alacranes y desear poder y riqueza para hundir más a los que estamos quietos. Carajo. ¿O mula o alacrán? (Max Stirner también tenía razón, pero con unas gotitas de Rousseau para que esa razón tome fuerza y consistencia).

Y vamos que yo entrenaba, en el Canal de Cuemanco, daba vueltas y vueltas alrededor de la pista de remo y canotaje. Tenía trece años y debí, a causa del esfuerzo olímpico, quedarme muerto junto al puente que se halla a la mitad del trayecto. Hacia los mil metros. Allí se escuchaba algo de paz y podías conversar con los no nacidos y decirles: “De la que se salvaron, cabrones.” En fin, alguna vez quise “hacer cosas”, y luego me arrepentí. ¿Por qué? Me pregunto si la desconfianza se adquiere de un solo golpe genético o es necesario sufrir todo este viacrucis de mal olor. Ni siquiera intentaré responder. ¿Para qué quiere uno respuestas si no sabe siquiera hacer bien las preguntas? Las preguntas genuinas escasean; en cambio, las respuestas vanas nos sepultan. ¿Sepultarme a mí? No. Más bien que un buen samaritano o danés o esquimal exhume mis restos. Huesos que son la prueba de que alguna vez intenté...”

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