El miércoles pasado el economista en jefe del Banco Mundial para América Latina, Augusto de la Torre, señaló que para esa institución era un “gran misterio” la falta de crecimiento de la economía mexicana. No se explican, dijo, cómo es posible que México siga creciendo a tasas tan mediocres a pesar de que ha llevado a cabo muchas de las llamadas reformas estructurales. Tan sólo en este sexenio, el promedio de crecimiento de la economía mexicana estará alrededor de 2% por año, lo que es incluso inferior al promedio de crecimiento de las tres décadas anteriores. En términos per cápita, el crecimiento en esta administración seguirá siendo inferior al 1% por año.

Según de la Torre: “el problema de México no es cómo se inserta en el mundo, sino por qué su inserción exitosa no genera un crecimiento como un todo”. En realidad, no se trata de dos cosas separadas. La forma de inserción a la economía internacional determina cómo se traduce ésta en crecimiento y en bienestar al interior de la economía. Si la inserción a la economía internacional se sigue basando como hasta ahora en ofrecer bajos salarios como incentivo a la inversión extranjera directa, entonces no debe sorprender que incluso la llegada de este tipo de inversión no se traduzca en mejoras significativas al interior de la economía. Lo mismo ocurre si los beneficios de dicha inversión tienden a concentrarse de manera significativa en los propietarios del capital, sin que haya efectos significativos de derrame hacia los trabajadores y, por lo tanto, sin que se fortalezca de manera importante el mercado interno.

Veamos como ejemplo el caso de la industria automotriz. Según diversos indicadores, la industria automotriz en México es un caso de éxito de la apertura comercial. A partir del otorgamiento de diversas prebendas y exenciones de parte de gobiernos locales y estatales (como es el caso de KIA en Nuevo León o de Audi en Puebla) siguen fluyendo inversiones hacia el país y cada vez un mayor número de empresas productoras de automóviles se instalan en el país. Esto aumenta la producción y las exportaciones de vehículos automotores, lo que sirve para que los políticos inauguren plantas de producción y se refieran a la generación de nuevas oportunidades de empleo, al mismo tiempo que las autoridades económicas centrales se refieren al aparentemente indudable éxito de las políticas comerciales y de atracción de inversión extranjera. Estas inversiones, sin embargo, no parecen tener efectos significativos en la economía mexicana. No generan efectos importantes de derrame tecnológico ni parecen generar polos de desarrollo regional a partir de dichas inversiones.

Lo anterior parece deberse a un hecho que caracteriza a un sector como el automotriz: según cifras del INEGI, casi el 95% del valor agregado de la actividad económica en el sector productor de automóviles y camiones se distribuye como pago al capital y apenas el 5% se distribuye como pago a los trabajadores. Esto contrasta notablemente con lo que ocurre con el resto de la economía mexicana, en donde el 27% del producto se considera como pago al factor trabajo y el restante 73% como pago al capital. Esta distribución es de por sí anómala, ya que en los países desarrollados la distribución es prácticamente al revés, es decir, entre 65 y 70% es pago al factor trabajo y entre 30 y 35% es pago al factor capital. Lo anterior implica que los grandes beneficiarios de las inversiones automotrices en México son los dueños del capital y no los trabajadores. Esto implica, entre otras cosas, que buena parte de las ganancias de esta inversión extranjera no se quedan en México y que, en cualquier caso, se encuentran fuertemente concentradas en unas cuantas manos. Por lo tanto, no debe sorprender que la inserción internacional de una economía como la mexicana no parezca generar los beneficios que se esperarían a partir de la simple observación de indicadores como la inversión extranjera o las exportaciones de productos manufacturados. En la medida en la que estos indicadores no se traduzcan en mejoras significativas en los ingresos de los trabajadores mexicanos y, por ende, en mejoras y fortalecimiento del mercado interno, la globalización y la apertura no tendrán los efectos que de ellos esperan quienes le han apostado a un esquema de crecimiento basado precisamente en estos elementos. No se trata, pues, de un gran misterio. Se trata, simplemente, de entender que el modelo de crecimiento al que le hemos apostado es un modelo que perpetúa algunas debilidades estructurales de la economía mexicana. La principal de ellas, sin duda alguna, es la debilidad del mercado interno. Y este no se fortalecerá en la medida en la que se sigan conteniendo los aumentos salariales, se siga desincentivando la representación sindical (como ocurre precisamente en el sector automotriz) y se sigan enfocando las políticas en los indicadores incorrectos. No hay misterio, pues. El misterio en todo caso podría ser porqué seguimos insistiendo en hacer lo mismo y, al mismo tiempo, en esperar resultados diferentes. No es misterio, es necedad.

Economista

@esquivelgerardo

gesquive@colmex.mx

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