A finales de los 80 y principio de los 90 se puso de moda hablar del “Nuevo Orden Mundial”. La caída del Muro de Berlín y de la Cortina de Hierro, de la mano de la implosión de la Unión Soviética, dieron pie a una oleada de optimismo y a la ilusión de que se habían impuesto de una vez y para siempre los valores liberales occidentales: la democracia, las libertades individuales, los derechos humanos y, por supuesto, la economía de mercado. El capitalismo se levantaba victorioso tras su prolongada batalla contra el comunismo, el fascismo y el nazismo.

Connotados politólogos se deshicieron en algarabías celebratorias y análisis triunfalistas que resultaron prematuros. Francis Fukuyama escribió sobre el “Fin de la Historia” y otros buscaron explicar, primero, la derrota del comunismo como una victoria del capitalismo, y después un futuro color de rosa en que el resto del mundo compartiera esos valores y se vinculara —esa era la esperanza— en un círculo virtuoso de crecientes libertades y prosperidad.

Las cosas no resultaron así. Para quienes tenían una visión formada, y deformada, por el mundo bipolar del enfrentamiento entre las dos grandes superpotencias resultaba lógico pensar que una vez derrotado el enemigo la guerra había sido ganada. Pero se toparon con una realidad mucho más compleja, en la que para enormes sectores de la población lo de menos era el conflicto entre ideologías y valores del capitalismo y el comunismo. Muchos se enfrentaban a los retos de la pobreza extrema; otros de las deudas impagables; unos más al resurgimiento del fanatismo religioso y, por ultimo, otras más a brotes de nacionalismos y regionalismos en su seno.

Esta semana que acaba de terminar me encontré con el tema de los nuevos nacionalismos en dos prestigiados espacios: la revista The Economist lo aborda desde la perspectiva de la victoria de Trump y su discurso aislacionista. Lo mismo su visión excluyente del “America First” que sus simpatizantes más extremos que quieren para sí un país más blanco y menos diverso, en EU se escuchan tambores patrioteros, anacrónicos en este mundo globalizado.

Por otra parte, tuve la fortuna de ser invitado al Halifax International Security Forum, que en su ultima plenaria abordó lo que muchos consideran los peligros del retorno del “Estado-Nación”, a la luz del tono nacionalista de Rusia y los reclamos de independencia de algunas regiones del mundo, y/o el repliegue de países de sus alianzas transnacionales como la Unión Europea o NAFTA.

No comparto la premisa del regreso del Estado-Nación porque no creo que jamás se haya ido. Fue precisamente por los nacionalismos y regionalismos que la Unión Soviética se desmoronó, y será por las mismas razones que la UE se encuentre pronto al borde del abismo. Esos movimientos amenazan también, desde hace décadas, a España, Gran Bretaña o Francia, y están presentes no solo en los Balcanes, sino también en un Medio Oriente que cede día a día terreno ante las aspiraciones independentistas de muchos grupos étnicos y religiosos.

Occidente se benefició de los nacionalismos en la antigua URSS pero no supo prever las consecuencias. Hoy se desespera cuando Moscú juega a las alianzas o anexiones forzosas con algunos de sus vecinos donde hay poblaciones significativas de origen ruso. En Irak primero y Libia después, y muy probablemente pronto en Siria, provocó el colapso de regímenes dictatoriales y autoritarios que tenían probablemente un solo mérito en común: haber evitado el desmembramiento de sus países y la consecuente inestabilidad regional.

Los nacionalismos no son necesariamente buenos o malos por sí solos, lo que importa es lo que cada quien haga con el suyo. Y ante el nuevo desorden mundial acelerado aun más por la irrupción de Trump, más vale ir encontrando respuestas.

Analista político y comunicador.
@gabrielguerrac
www.gabrielguerracastellanos.com

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