Les han dicho de todo: turistas, mediocres, paseantes, inútiles. Les han cuestionado todo, comenzando por supuesto por sus resultados. Les han culpado del fracaso como si fueran ellos los causantes no sólo de la pobre cosecha de medallas de la delegación mexicana en Río, sino del triste estado del deporte nacional.

¿Eso son los deportistas mexicanos que fueron a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro?

Como pocas veces, la afición se ha abalanzado contra sus representantes en las canchas, en las pistas, en el agua. La sequía de los primeros días de competencia y la eliminación del seleccionado de futbol, que no pudo refrendar el oro que obtuvo en Londres, contribuyeron a crear un ánimo adverso que encontró su natural expresión en las redes sociales. Por supuesto que los desatinos del director de la Conade y los pretextos de algunos directivos de federaciones solo alimentaron ese mal, que digo mal, pésimo humor.

Con la facilidad que otorga la tecnología, una suerte de ola perversa se adueñó del espíritu olímpico de los fans mexicanos: cada mal desempeño provocaba críticas más feroces, más injustas, más ignorantes, mientras que los burócratas del deporte, con un desparpajo verdaderamente antológico, hacían mutis y se ocultaban convenientemente.

Claro, en cuanto se asomaba la posibilidad de una medalla todos se apersonaban para celebrar a destiempo, para tratar de colgársela o para evitar que otros más lo hicieran a su costa. Lo mismo en el box que en la marcha, en los clavados, el taekwondo o el pentatlón, todos se subieron al tren del festejo y de la hipérbole. Como si fueran verdaderos héroes nacionales o santos hacedores de milagros, quienes los ignoraban o denostaban súbitamente los hicieron suyos, los subieron al pedestal, se tragaron sus críticas demoledoras y los adoraron.

Tan mal una cosa como la otra, porque los atletas mexicanos pusieron empeño, esfuerzo y sacrificios, pero no son ellos a quienes toca la responsabilidad de lo mucho malo que hay en el mundo deportivo de nuestro país.

Excepción hecha del representativo de futbol, que cuenta con amplios, casi ilimitados recursos, todos los demás deportistas mexicanos sufrieron desde dificultades administrativas hasta obstáculos que parecerían insalvables: falta de recursos y de instalaciones adecuadas para entrenar; falta de equipo adecuado y digno para entrenar y hasta para competir; falta de acreditaciones y/o de facilidades para que sus entrenadores o médicos los acompañaran.

El ejemplo más dramático fue por supuesto el de Misael Rodríguez, el joven boxeador que apenas el año pasado, con todo y su medalla panamericana, tuvo que salir a botear (un eufemismo mexicano para el acto de pedir limosna) en las calles junto con sus compañeros ante la negativa de Conade de dar recursos a su federación. Pero si ese es el más extremo, no es ni de lejos el único.

Ayer domingo, en primera plana de EL UNIVERSAL, mis compañeros Enrique Alvarado y Alejandro Juárez, en un excelente reportaje, documentan la manera en que Alfredo Castillo, en su afán por someter a las federaciones, terminó castigando a los deportistas. Y todavía tuvo el descaro de posar con algunos de ellos para la foto en Río. No justifico, ni de lejos, a las federaciones, que deben ser, todas, mucho más transparentes en el manejo de recursos públicos, pero las vendettas de Castillo sólo afectaron a los que menos la debían.

La casi celestial caída de tres medallas el sábado hizo que el resultado final de la delegación mexicana fuera un poco menos lamentable, pero mal haríamos en olvidar la esa sí justificada indignación de la sociedad por la manera en que los de pantalón largo se condujeron antes y durante los juegos.

El deporte mexicano necesita una limpia, pero no de las de los brujos de Catemaco, sino una encabezada por quienes verdaderamente deseen arreglar ese cochinero —de dimensiones olímpicas— que es nuestro deporte.

Analista político y comunicador.
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos
@ gabrielguerrac

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