Con este título de Stefan Zweig en el encabezado, apunto al tema de estos renglones: la nostalgia que solemos sentir los viejos por lo que se fue, por la adolescencia perdida o por la juventud extraviada, por los reinos que no fueron para nosotros y por algunos que sí lo fueron. Hay una consecuencia, creo que natural, pero por lo menos no infrecuente, de ese tema: el rechazo o la reprobación del presente, y su concomitante “ya no es como antes”, que tanto nos desagradó hace décadas en la boca marchita de los mayores. Supongo que es una ley de la vida; si lo es, debe ser de las más aburridas y antipáticas.

Pertenezco a una generación que consagró a la juventud como lo más grande y lo más valioso del mundo. Y eso ha tenido efectos variados, en los que se mezcla de todo, que no voy a explicar aquí, desde luego. Como se dice en ese lenguaje juvenil impostado, o de plano falso: “Ser joven es (o era) lo máximo”.

Un día, platicando con un amigo un poco mayor que yo —andábamos entre los 50 y los 60, según recuerdo— decidimos que sería bueno, saludable, interesante, curioso y experimental y estimulante (o estimulante por experimental) actuar de acuerdo con la edad que teníamos entonces y que solamente se ha agravado con el paso de los años, como todas las leyes de universo indican. Eso significaba dejar a un lado ciertas actitudes “juvenilistas”, de las que ambos nos sentíamos afectados. “Actuar como unos señores”, ¡porque eso somos, caray! Sobre todo, no hacerse los jóvenes. Y olvidarse un poco de aquella sentencia escalofriante: “El que madura se pudre”. Y tratar de ser como somos a la luz cenicienta de nuestras canas abundantes, debajo de las arrugas que comienzan a surcarnos el rostro. ¡Qué imagen consagrada por el uso común! Arrugas que surcan rostros: ¿y de dónde diablos puede venir esa imagen de la fecundidad agrícola fomentada por las faenas campesinas de los labriegos? Surcos que son precipicios, sería mejor decir. A otra cosa.

No sé dónde leí una misteriosa y expresiva explicación acerca del pasado: el pasado es un país remoto donde hacen las cosas de una manera diferente que aquí, que ahora. Los esclarecidos lectores de esta columna (¿hay alguien allí?) pueden aportar el dato del autor de la cita, sin duda; yo no lo recuerdo, si alguna vez lo supe. Me gusta la imagen: confunde una noción temporal (el pasado) con una espacial (país, ¡y lejano, distante!); redondea su incursión imaginativa con usos y costumbres que son ahora pasto de la memoria o del olvido o de la indiferencia fértil. El presente es, así, el territorio de las inercias y del deterioro; el pasado, una especie de reino donde impera, como un rey oriental, una clase única y desasosegante de extrañeza.

Ya con este parrafito me despido. No quiero terminar con una afirmación digna de la Escuela del Resentimiento Vital: “La juventud se desperdicia en los jóvenes”. Pero ya ven: así terminé.

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