En las calles, hay cuerpos insepultos; en su rutina cotidiana, los citadinos pretenden no verlos. Es la película Los caníbales (1969), de Lilana Cavani (de la generación de Pasolini, Bertolucci y Bellocchio, directora de Portero de noche, y El juego de Ripley).

La película empieza cuando un grupo de niños encuentra un cuerpo tirado en la playa. “Tócalo, tócalo”, “no lo toques”. El menor de los niños, jugando, sacude el cuerpo a la orilla del mar, y el caído vuelve a la vida y empieza a llamar a los niños. Los niños corren, huyendo de él, y pasos adelante caen abatidos por ráfagas de hombres armados.

La corta, sugerente y poderosa escena es sólo el prólogo de la película, adaptación muy libre de Antígona de Sófocles. Como la del mismo clásico que Brecht escribió (de la traducción de Hölderlin), situándola en Alemania, al final de la Segunda Guerra, Liliana Cavani opta por una estructura de varias cabezas, en lugar de una sola trama con un principio y un fin, y habla de una sociedad que acepta la orden de que a algunos de sus hombres no se les dé humana sepultura.

La acción de Los caníbales está situada en Milán, en los 60. Al costado del paso del tranvía hay cadáveres en el asfalto. A la entrada y adentro de los carros del tren urbano —el Metro—, hay cadáveres. En la puerta de los edificios, enfrente de un café, en las banquetas y los parques, hay cadáveres.

En la ciudad cuelgan enormes afiches en varios idiomas con una orden: “Muerte a cualquiera que toque los cuerpos de los rebeldes”. Es la ley del odio, y la instauración de la indiferencia.

La ciudad que acepta la indiferencia como norma de conducta se entierra en vida. Indiferencia ante un mandato arbitrario, indiferencia ante una ley que pena con la muerte a los rebeldes, a los que disienten.

La indiferencia no es cosa de película. Ahora 40 medios de difusión estatales en Irán han conjuntado esfuerzos para ofrecer un premio por la cabeza de Salman Rushdie, sumándolo al monto original de la fatwa de 1989. Un premio de 600 mil dólares por matar a un hombre es ofrecido por los medios de difusión, ¿dónde pintar los signos de admiración, en cuál muro? ¡¡¡¡¡!!!! ¡Los medios de difusión! Los medios de propaganda...

Los piratas de la libre expresión, los “guardianes”, suben el monto del botín, convirtiéndose en la caricatura de lo que ellos debieran ser: ¿Puede tener precio monetario la vida de un hombre? ¿Hay algo menos sagrado que hacerlo?

Absurdo y mortal: En la primera ronda de la fatwa, el traductor de la novela al japonés, Hitoshi Igarashi, fue apuñalado afuera de su oficina en Tsukuba; el traductor italiano Ettore Capriolo sobrevivió a un ataque similar en su apartamento en Milán; el editor al noruego fue acribillado en Oslo. No hablemos de todos los actos “sagrados” que han asesinado a tantos miles a lo largo y ancho de la tierra.

No cabe la indiferencia. En 2009, Christopher Hitchens alertó de un compañero no invitado escondido en el ambiente académico, cultural, editorial y de los medios de difusión que no habla nunca, a quien mueve el miedo. Un personaje influyente que guarda silencio, actúa como un autocensor, retirando del público lo que pueda ofender a “los guardianes”.

El miedo: El móvil atrás de la indiferencia. Indiferencia que entonces nos hace caminar entre cadáveres, como si no existieran. Pasar sin ver a Anabel Flores, la periodista caída. Doscientos mil personas (a cifras de hoy), caídas en la última década de México. Número no determinado de desaparecidos en este mismo periodo de tiempo, en este mismo lugar. Exigimos el conteo, saber sus nombres, sus apellidos porque si no vivimos caminando entre sus cuerpos expuestos.

No mezclo la chicha con la limonada. Hablo en contra de la indiferencia, porque de aceptarla nos convertimos en Los caníbales de Liliana Cavani.

Seamos la indignación, seamos la defensa, seamos todos habitantes de una ciudad donde no reine la ley del odio, donde no gobierne la ley de la muerte, donde no se instaure la indiferencia.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses