En incontables párrafos de su último libro, La última posada (Acantilado, Barcelona, 2016), Imre Kertész (Budapest, 1929-2016), Premio Nobel de Literatura, desnuda el final de su existencia. Publicado en húngaro, dos años antes de morir, disecciona, a modo de diario, como si fuese un monólogo nocturno, su vivir, su morir, sus periplos por la vida y sus dudas acerca del final: ¿desearlo?, ¿precipitarlo? Kertész, superviviente de los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald, habitante de la Hungría fascista contemporánea, escribe para él: los monólogos no aguardan respuestas.

La escritura “para uno”, la que se guarda en un cajón, la que se plasma en forma de diario y no se comparte, permite depositarse en las palabras. Las palabras escritas “para uno” atemperan dolores, menguan pérdidas. Los escritos personales son el último resguardo, el último hálito, el que mantiene con vida a quien escribe: mientras lápiz y papel esperen y exijan, imposible partir. Escribir es una trampa: retrasa la despedida.

La escritura “para uno” no aguarda respuesta. No la aguarda porque sabe que no la hay. No la espera porque muchos de los interlocutores de Kertész y su segunda esposa, han muerto. La escritura “para uno”, cuando domina el desasosiego, no desea respuestas: la existencia, el vivir, son banales. La vida no alcanza. La vida no basta, parece decir el Nobel. Que persista el nombre o la obra vale cuando vivo, no vale cuando muerto.

El autorretrato final del escritor judeo/húngaro es crudo. La vida es banal, “… de hecho, todo es en vano, tanto la escritura como la vida”…, “En la realidad, una vida humana equivale a cero. Es un ejemplar de la especie ni siquiera digno de mención. Sólo a nosotros nos duele esa vida humana, sea porque amamos, sea porque da la casualidad de que es la nuestra”…, “Ayer leí en un periódico alemán que el Premio Nobel suele llamarse también el beso de la muerte…”. La vida es cruda, “Escribo estas líneas como si viviera. Pero vivo como si no existiera. No puedo seguir en absoluto las jugadas deprimentes de mi cuerpo decadente, no coopero en absoluto con mi propio espíritu. No sé lo que le pasa a mí y a mi vida”.

La última posada es la última morada de un superviviente cuya memoria y dolor se fundieron en libros memorables (Sin destino, Kaddish por el hijo no nacido), donde retrata el sufrimiento impuesto por las pérdidas y la amargura de lo que parecía ser un destino sin destino. La inmensa mayoría de los supervivientes otean la vida desde otro ángulo. Supervivientes de matanzas, de campos de concentración, de migraciones forzadas; supervivientes que huyen de sus países tal y como hoy sucede —centroamericanos, sirios, afganos— apostando la vida propia y la de los suyos contra la muerte. Los supervivientes abrazan la vida a partir de su experiencia como testigos.

No todos los testigos son resilientes. Kertész lo fue. Sus escritos son testigos mudos y vivos de su capacidad para convertir experiencias negativas en vivencias positivas. Sus libros previos, no La última posada, testimonian el crudo periplo de un superviviente; reproducen el viaje a través de la maldad humana y la mirada de un escritor “por necesidad”: muchos supervivientes se aferran a la escritura como una tabla de salvación. Kertész lo hizo. Sus palabras son su testimonio. Fue, antes de sus últimos suspiros, antes del dolor de su último libro, resiliente.

La vejez, invención de la salud, acaba con todo. Acaba con la vida a pesar de estar vivo, acaba con la libido a pesar de desearlo: pocas, muy pocas personas escapan de las humillaciones de la vejez. Kertész padeció la enfermedad de Parkinson. Los agravios del mal, sin duda, contribuyeron a su pesimismo, pesimismo no sólo por la vejez, sino por las enfermedades del mundo, “del desprendimiento de la vida ética de Europa del Este”, y por la desazón de los últimos tiempos: su casa, su vieja Europa, ocupada por nacionalismos infames, lo llevan, al reflexionar sobre las catástrofes contemporáneas, a preguntar, “¿Cómo se explicarán entonces los actos, los comportamientos y las degeneraciones apocalípticas de las sociedades más desarrolladas? ¿Y cómo se explica la cobardía de Europa occidental?”.

La voz de los testigos es imprescindible. Dosifica verdad, inquieta, pregunta. Dos grupos habitan el mundo: testigos de cualquier masacre, y no testigos. Recoger los mensajes de los primeros es obligatorio. Siembran. Incomodan. Escuchar a los no testigos sirve.

Notas insomnes. Los testimonios —dar fe de lo que se ha vivido o presenciado— son indispensables. La última posada documenta incontables sucesos.

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