Hay coyunturas que dividen la lucha electoral entre quienes defienden la perpetuación de un régimen y quienes pugnan por ponerle fin. Es, en buena medida, el caso de nuestro país de cara al 2018. A mi juicio, el retorno del priísmo a la Presidencia de la República y su permanencia en las gubernaturas de los estados que gobierna, particularmente aquellos donde no ha habido alternancia, le hace daño a México. Si bien el PRI no es el único responsable de nuestros dos tumores cancerosos —la corrupción y la desigualdad—, a la mitad del sexenio ha quedado claro que este gobierno los ha llevado a la metástasis: la corrupción sistémica ha llegado a niveles históricos y la desigualdad se ha agudizado tras producir dos millones de pobres más. Y lo más grave: vemos en marcha un proceso de restauración del autoritarismo que se manifiesta en el intento de controlar la Suprema Corte y el Congreso, en la pretensión de subordinar a los gobernadores y en la censura al periodismo crítico y que implica un retroceso en nuestra de por sí inconclusa transición democrática. No, no se trata solo de derrotar al PRI; eso es el primer paso. Después necesitamos hacer una nueva Constitución, un gobierno honesto y transparente, un nuevo modelo económico y políticas sociales para construir un país más justo, una democracia cabal en la que impere la libertad de expresión y el voto sea la expresión genuina de la voluntad popular y no el resultado de la manipulación clientelar. Nuestra transición culminará cuando la alternancia lleve a la izquierda a la Presidencia y los mexicanos construyamos un nuevo pacto social. Pero nada de esto será posible mientras el priísmo continúe la reconstrucción de su hegemonía.

¿Cómo se pueden lograr esos objetivos? Únicamente con alianzas opositoras programáticas. La fragmentación del voto en nuestro país es tal que una gubernatura e incluso la Presidencia de la República puede ganarse con un tercio de la votación, o menos si hay candidatos independientes. Tal es, de hecho, la estrategia del PRI: divide y vencerás. Va a bombardear política y mediáticamente todo proyecto aliancista —excepto los suyos con el Verde y/o algún otro partido, claro está—, que le son veneno puro. Seguramente alentará además algunas candidaturas “ciudadanas”; mientras más dividida esté la oposición menos riesgos correrá. Esta operación, que ya comenzó, se intensificará el año próximo, en las trece gubernaturas que estarán en juego. Y es que la unidad opositora mermaría las bases territoriales del régimen. Por eso debemos procurarla quienes queremos librar a México de la amenaza de volver al viejo presidencialismo imperial y del deterioro económico y social al que está sujeto. Hay quienes dicen que los partidos contienden siempre por sí solos, aunque en los sistemas parlamentarios los gobiernos de coalición son pan de cada día. Lo cierto es que en circunstancias de excepción como las que vivimos los mexicanos, bajo una crisis socioeconómica y sobre todo una crisis moral provocada por este gobierno priísta, hay razones de sobra para justificar el aliancismo.

Si se está de acuerdo con lo que acabo de exponer, lo que sigue es discernir qué tipo de alianzas son válidas. Aquí hay dos posturas. Algunos sostienen por convicción que solo deben coaligarse los partidos ideológicamente similares, en tanto otros defienden las alianzas de amplio espectro en algunos estados. Este es otro debate que pronto habremos de dar. Lo que no está a discusión es el embate del PRI-gobierno contra quienes osemos aliarnos para vencerlo. Recurrirá a todas las malas artes para minar a diestra y siniestra el espacio de convergencia de la oposición. Lo digo desde ahora: frente al resurgimiento del ogro otrora filantrópico soy aliancista, y anticipo la proliferación de ataques mediáticos y la aparición de tentaciones para socavar la construcción de un bloque opositor capaz de derrotar al PRI en las urnas y detener la regresión autoritaria.

Presidente nacional del PRD.

@abasave

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