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Cuando tomé en la librería el ejemplar del Marco Polo (1936 y 1957) de Víktor Shklovski (San Petersburgo, 1893–Moscú, 1984) no era mi intención volver a repasar la sobrevivencia del longevo teórico soviético de la literatura, quien milagrosamente pasó de combatir a los bolcheviques durante la Guerra Civil a protestar contra el Premio Nobel de 1958 al Doctor Zhivago, de Pasternak.
Sobre la vida y teorías del formalista ruso había yo escrito, aquí, en diciembre de 2021 y su biografía novelada de Marco Polo (1254–1324) se me antojó por motivos medievales, dándome alegría que el atribulado, aunque sonriente Shklovski, quien perdiese a todos sus hermanos durante el Gran Terror y a su hijo batallando con los alemanes, se escapara un rato con los viajeros venecianos. Los Polo fueron tres: Niccolò, el padre, Maffeo, el tío, y Marco, quien dictase en latín El millón (1298) a un autor de las entonces muy comerciales novelas de caballería, Rustichello Da Pisa, quien lo redactó en franco–véneto.
Pero tan pronto leí el bienintencionado prólogo (1982) del traductor, Ricardo San Vicente, la burra volvió al trigo. Las desencanjadas páginas del libro sobre los viajes de Marco Polo en Shklovski, quien fuera un maestro de hacer ficción de la teoría literaria y a la inversa, me llevaron a su fecha de publicación –1936– cuando las llamas de la pira estalinista alcanzaron su mayor poder e intensidad, y a suponer –carezco de una biografía apropiada y no parece haberla– que Marco Polo, libro ausente en las bibliografías críticas –las hay– del escritor soviético, fue obra venal y alimenticia: una simplificación hecha por encargo.
En 1930 apareció en la Literatúrnaya Gazetala autocrítica que le salvó la vida a Shklovski. La leo por primera vez, bajándola del blog de David Bordwell, quien piensa –como algunos de los eruditos italianos– que se trata de un alegato “nicomedita”, es decir, escrito por atrición y no por contrición, para pasar por arrepentido ante los ojos de los inquisidores, a quienes se juzga un poco obtusos pues Shklovski habría dejado pistas de su verdadera fe a lo largo de los cinco capítulos y las breves proposiciones del texto. Se titula “Monument to a Scientific Error” y nunca antes (estamos en marzo, pero de 2014) se había traducido al inglés.
Shklovski, quien nunca dejó de ser un patriota soviético y por ello regresó del exilio de la mano de Máxim Gorki, descreía, al afirmarlo con golpes de pecho, en el marxismo como una herramienta eficaz para analizar la literatura, pero aprovechaba esa autocrítica para explicar que el formalismo era anterior a la Revolución rusa. Fue, dijo, una búsqueda científica desencaminada (la de él y, la de sus colegas y rivales Boris Eichenbaum y Yuri Tynianov) a corregirse leyendo a Marx, pero sobre todo a Engels en alguno de los tres artículos que componen Del socialismo utópico al socialismo científico (1880). Mi error, arguye Shklovski, fue el desconocimiento filosófico de la dialéctica, esa llave que abre todas las puertas. No renunciaba el teórico, empero, a lo único compartido por el formalismo y el marxismo: la posibilidad de una ciencia de la literatura.
Esa retratación es de 1930, es decir, un poco anterior a la postulación del realismo socialista por el propio Gorki y con la bendición de Stalin, cuando todavía se podía dejar caer migajas de pan para las ardillas. Cuatro años después, Shklovski participará de una expedición oficial al canal construido entre el Mar Báltico y el Mar Blanco, inútil y monumental obraje a cargo de los esclavos secuestrados en el Gulag, que se contaban por miles. Ello le permitirá al antiguo formalista encontrarse con su hermano Vladímir, uno de los presos. Pero esa visita no lo librará, a Vladímir, del fusilamiento en 1937, ni a Víktor, de participar, con un entusiasta testimonio, en la oda al totalitarismo exigida a los escritores testigos, impresa en 1934. Crueldades que sólo ocurren en Rusia: en 1979, convertido en un anciano y respetado escritor soviético, Shklovski se permitirá burlarse de Alexandr Solzhenitsyn, cuyos libros volverían intolerable y universal al Gulag, en una larga entrevista concedida a Serena Vitale en Shklovsky. Witness to an Era.
Leamos los últimos capítulos de esta reedición de Marco Polo (Arpa, Barcelona, 2024) que son los mejores porque en ellos Shklovski deja de parafrasear los titulados en español como Los viajes de Marco Polo y en mi edición (la de la Biblioteca Jorge Luis Borges), La descripción del mundo. Allí Shklovski imagina que, al regresar finalmente Marco Polo a Venecia, tras la supuesta –toda su vida está puesta en solfa por los escépticos– prisión genovesa, en 1299, fue recibido con incredulidad primero y luego olvidado, aunque los siguientes siglos harían de sus aventuras, tenidas por obra de fantasía, la guía de la cual Cristóbal Colón no se desprendió, queriendo llegar a Cipango, el nombre que Marco Polo le puso al Japón.
(Aquello de que el Corán es árabe porque nunca aparece un camello, según Borges, tantas veces desmentido, se parece a decir que Marco Polo si estuvo en China porque nunca menciona a la Muralla China. Lo anoto para congraciarme con los incrédulos).
Llegada la hora de la extremaunción y el testamento, Shklovski
coloca en su cabecera a un monje que le exige se retracte de sus mentiras maravillosas y acepte que el mundo, como Dios manda, no es redondo –nunca profesó eso Marco Polo, pero tras Copérnico y Galileo, su geografía extravagante fue considerada prueba de parte–sino plano y limitado, habitado mayoritariamente por los cristianos del Preste Juan.
Confiado, el comerciante Marco Polo entiende que se trata de negociar y le pide al monje llamar, primero al notario, para hacer el dictado de su testamento, exigido por las severas leyes venecianas. Dicta, como si estuviera salvando el pellejo tras una refriega con los tártaros, tan magníficas donaciones al clero y al confesor como al escribiente, que es absuelto rotundamente de todos sus pecados. Su padre, en similar aprieto, decía la verdad para no mentir, pero en alguna de las lenguas aprendidas en la Ruta de la Seda, ignoradas por quienes lo inquirían.
No es inverosímil creer que Shklovski es Marco Polo negociando ante el poder soviético la salvación de su alma y luego la de su vida: sí, el marxismo es la ciencia verdadera y su motor la dialéctica, sí el Canal Blanco del cual no saldrá vivo mi hermano es la octava maravilla del mundo y sí, Stalin, su constructor, es el Gran Kan; sí, Solzhenitsyn, quien lo denunció, es sólo un avinagrado ruso blanco.
Gracias a esa negociación, quizá, el fundador del formalismo conservó esa sonrisa cuyo consuelo agradecieron las escritoras Nadezhda Mandelshtam y Nina Berberova que, también, sosegaba a comisarios y verdugos. No es aventurado decir que tanto mundo vieron (en perspectivas diversas: contenido y forma) Marco Polo en el siglo XIII y Shklovski en el XX. Como el mercader que dictó El millón en la prisión de Génova, el soviético “primero perdió la esperanza, luego perdió hasta la desesperación” porque sabía que “las ciudades chinas estaban bien protegidas contra los chinos”.