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Cuando Niimúe creó el mundo, lo hizo a partir de su propio cuerpo. El mundo es ese ser gigante que mal distinguimos si estamos distraídos, pero que, si aguzamos la mirada, encontraremos en sus detalles. Hay una elegancia en el mundo a veces inadvertida por la prisa con que las personas se van acostumbrando a vivir. En sus cabellos se enmarañan de igual modo los hilos de fuego, de agua, de viento y de aire. En su rostro se incrustan jaguares y monos, ratones y antílopes, hormigas y coatíes, picaflores y serpientes, toda suerte de animales que conocemos, más allá de aquellos que desconocemos, los animales sin nombre, todavía no descubiertos, no catalogados, sin taxonomía, los animales desaparecidos.
Una gigantesca boa circunda la cintura del mundo y se cierra, engulléndose a sí misma. Ñames, papas y mandioqueras calzan sus pies, trepaderas, troncos, lianas, orquídeas y flores de diversos colores y formatos toman forma de pecho, brazos, piernas, sexo. En sus uñas escarpadas de rocas y cristales irrumpen follajes, ora pequeños, ora de formidable tamaño, abriendo grietas en sus corazones minerales. El sexo del mundo es inestable, ora macho, ora hembra, ora macho y hembra, ora algo que no podemos definir con palabras, ese medio insostenible para el mensaje. La apariencia del mundo es también inestable. Muchas veces su rostro semuestra como hecho de legumbres y frutas, árboles milenarios le colman de protuberancias la frente, como cuernos. Muchas veces asume el aspecto de una grande y disímil ave. Sus ojos, no obstante, son siempre chispas multicolores.
Niimúe ofreció su creación a los primeros dueños, los animales primigenios. Con ellos las personas deben negociar para comer, para beber, para construir casas, edificios, iglúes, taperas, aldeas, favelas. Es a ellos a quienes se debe rendir cuentas del mineral extraído hasta que la tierra se convierta en herida purulenta, de las calderas estalladas, de los carburadores tupidos, de los ríos envenenados y de las minúsculas partículas de plástico que se acumulan en el vientre de los océanos. Es a ellos a quienes deberemos rendir cuentas. Y ellos van a cobrar.
De la cosmovisión miranha
1
En el principio yo era de carne y estaba en la tierra.
Isabela Figueiredo, Cuaderno de memorias coloniales
I
Fueron muchos y muchos días por mar y tierra. Y el tiempo en que ellos estuvieron en el mar fue de miedo, hambre, enfermedad. El mar, ellos no lo sabían, se mostraba como una gran confluencia de todos los ríos, que los asustaba con su boca enorme, su rugir incluso en la calma, su respiración de animal sordo y feroz por debajo de sus pies. Se estremecían. Tanta agua no, nunca la habían conocido, un espíritu aterrador en su baba salada, aullando, pero onza es lo que no es. A veces el propio cielo invertido en agua. Bajo sus pies, agua que corría, boa disparatada; encima de la cabeza de ellos, agua exacta en herir, tal vez macana o flecha en vertiginoso vuelo. A veces, sobre sus cuerpos, el agua en cristales pulidos, mucho frío, cosas que cortan y matan.
Ninguno de ellos había visto nunca un río que hablara tantas aguas, río sin márgenes. En ninguno de los ríos que conocían, tanta furia, tanto misterio. Ni el Paranáhuazú, la madre de todos los ríos, a quien los blancos llaman Amazonas, aquel que guarda el mundo que existe para la vida que se vive después de morir, ni él se presentaba tan peligroso, tan amenazador. Del mismo modo, cruzar aquella agua infinita y perturbada, inmenso río sin márgenes, ciertamente era morir sin llegar al lugar de los antepasados. Y, aunque el miedo corriera por sus huesos y los hiciera temblar, estaba también que la gran fiera era la propia embarcación y aquello que la ponía en movimiento, la carne bruta y amenazadora de los marineros, la fuerza invisible, lazo que le había dado ánimo de existir y que permitía, en el intestino de la bodega, la arcada, el vómito, la mierda ya verdusca y líquida que bañaba y reducía a podredumbre y, además, los insectos y ratones, plagas que alimentaban toda suerte de afecciones.
El navío, pues sí, gran canoa de la muerte. Personas, plantas, animales, monos, kdiziba, armadillos, gooi, tamanduás, heehi y, además, los Desencantados. ¿Cómo llamarlos? Todavía en tierra, Iñe-e había podido observar a los científicos en su trabajo de desencantamiento. Y pronto había advertido que no se trataba solo de matar al animal. Era otra actividad. Primero llevaban su alma para la piel del papel en tan perfecta conformidad que sería posible decir que el animal se arrastraría, caso de que fuera cobra, o volaría, caso de que fuera pájaro, fuera de aquel frágil límite. Después, el desencantamiento proseguía. Y morir era solo una parte muy pequeña de todo aquello. El animal, el animal mismo, en fuerza y sangre, era convertido en nada después que todo se daba por concluido. Muerto y destripado, el animal era limpiado, y era raspada de la piel la carne ya desprovista de poder, y el cuerpo vaciado de todo lo que había sido un día, y quedaba un saco fofo y triste, que solo después sería reconstruido con paja o cualquier tipo de relleno que sirviera, recibiría poco a poco la antigua forma, y sería soplada en él aquella otra cara, aquel otro cuerpo, aquella boca que, abierta, no comería más, que, cerrada, no se abriría más. Y era que surgiría el nuevo animal, el otro animal, muchas veces inventando un movimiento que nunca podría terminar, endurecido en una posición, salto o bote que a partir de aquel momento jamás podría extinguirse. A los ojos de Iñe-e el desencantamiento era una cosa verdaderamente asombrosa.
¡Qué vida la de ellos, la de los Desencantados!
Iñe-e observaba todo aquello con temor y, si en cada uno de aquellos animales buscaba una voz, un movimiento, buscaba en ellos también reconocer los ojos de la madre, del hermano, de cualquier pariente que hubiera quedado atrás, como si eso fuera posible. Buscaba en ellos hasta sus propios ojos. Preguntando dentro de sí misma:
¿Será que todo va a acabar así? ¿Iñe-e paralizada, fijada en la misma posición, eternamente, tal vez con una mirada triste, tal vez con una mirada sorprendida, tal vez con una sonrisa al mismo tiempo impasible y graciosa o, quién sabe, con los labios apretados uno contra el otro, en una tristeza capaz de cohibir a quien venga a observarme en cualquier tiempo? Y ese largo viaje en que me llevan, ¿es también un viaje de desencantamiento, de destripamiento?
Eran cosas que ella se preguntaba como si ya supiera cuáles serían las respuestas, viendo con anticipación su retrato en la pared blanca de un museo visto por centenares de personas que no la conocían, que no sabían su nombre o lo que había sentido el día en que su captor se situó delante de ella con material de dibujo y pinturas, muy preparado para robar su alma y obligándola, cuando ya no era natural, a desvestirse. Personas que, observando su mirada cabizbaja, ignoraban que mucho de ella todavía permanecía allí.
La tarde en que había visto una gran onza destripada en la explanada, el corazón se volvió muy pequeño dentro del pecho, minúsculo corazón de pájaro sin plumas, reducido a presa caída del nido. Aquel día, entre rabia y dolor, lloró por sí misma por primera vez.
II
Esta es la historia de la muerte de Iñe-e. Y también la historia de cómo ella perdió su nombre y su casa. Y además la historia de cómo permanece en vigilancia. De cómo fue llevada mar afuera hacia una tierra de enemigos. Y de cómo, por artes de ellos, perdió y también recuperó su voz. Preste atención, esa voz que yo presento ahora no es la misma voz que resonaba por la selva llamando a sus hermanos mayores mientras recogía frutas para llevar a la aldea. Y mucho menos es la voz que fue silenciada por debajo de las tempestades y de los gritos del capitán, la voz apagada por vergüenza de las imprecaciones incomprensibles de los científicos y, después, contenida por las risas nerviosas de los cortesanos y por la impaciencia ruda de las Fraülein.
Tampoco es la voz que ignoró lo que decían sobre ella los periódicos y las revistas de la época, las cartas escritas en letras flexibles como el brote de la liana. Esa voz que usted ocasionalmente escuchará en su cabeza y que se confundirá con su propia voz, o con la voz de su hija, o del niño de la mujer vecina, o incluso, quién sabe, con la voz de su abuela, sea ella quien sea, no es la misma voz con que Iñe-e nació. No es aquella que se convirtió en piedra en su garganta cuando ella fue a vivir al gran castillo entre personas casi transparentes de tan blancas, sus carnes fofas y ácidas moviéndose entre las telas coloridas y brillantes que, aunque bonitas, no podrían esconder la fealdad de sus captores, sus cabellos, la mayoría descoloridos, careciendo de la belleza esplendente que la tinta negra del huito puede dar. Tampoco fue aquella voz que ella escondió, tesoro muy bien guardado, para que los enemigos no tuvieran nada más de ella.
Se presta para Iñe-e esa voz y esa lengua, incluso esas letras, todas muy bien ordenadas, dispuestas unas detrás de las otras, como un collar de hormigas por el suelo, porque ahora ese es el único medio disponible. El más eficiente. Y aunque ella, la lengua, sea áspera, perforante, hay alguna libertad sobre cómo puede ser utilizada, porque costó mucho apropiarse de ella. Así, si hay un rechazo en usar la palabra taxidermia y se escoge usar la palabra desencantamiento, hay terquedad en eso. Y se puede tener la certeza de que Iñe-e aprobaría ese recurso. Si, en lugar de río, ella dijera muaai, o hasta Fluss, quizás sería una convención por lo que le hicieron. Para contar esta historia, Iñe-e advierte que no es posible ser tolerante. Además, se usa esa voz y esa lengua porque es con ellas que se hace posible herir mejor. Es posible envenenar la cerbatana, como hacen los guerreros del pueblo miranha, con el curare preparado con el sudor y sangre de sus mujeres. Es posible incendiarla, curare caliente y amargo. Y, de todos modos, como ya se dijo, es posible usarla como se quiera.
Esa es la voz del muerto, en la lengua del muerto, en las letras del muerto. Todo viciado de imperfección, es verdad, pero, ¿qué puedo hacer, más que contar entre desgarraduras esta historia? Así como planta que rompe la dureza del ladrillo, con sus raíces caminando por lo oscuro, la fuerza de sus hojas imponiendo nuevo paisaje, esta historia persigue al sol.
Cuando Iñe-e murió tenía doce años de edad. Por tanto, esa es la voz de la muchachita muerta. Y si alguien advirtiera en ella un acento amargo, y acaso la confundiera con una voz muy vieja que se eleva de una sepultura congelada, garantizo que esa voz brota, nace y se levanta de la infancia. Y toda voz de la infancia, se sabe, es salvaje, animal, insubordina los sentidos.
Y, ahora que ya se sabe, sigamos por el comienzo de todo. Por aquello que fue considerado como el comienzo de todo. Y aunque alguien pueda refutar y decir que esta historia comenzó con un rey que, con la alforja llena de monedas de la ávida burguesía, decidió lanzarse al mar, aquel mismo, el Tenebroso, yo desmiento y digo que todo comenzó justo en Iñe-e.
III
La mujer se recuesta. Sus ojos y sus oídos se ponen en posición. Su boca abierta recibe el aliento que atraviesa las hojas de los árboles, los animales, que había tocado la piel de todas las mujeres antes de ella. Ella está en el centro de la aldea, y la aldea es el vientre del universo, y la barriga de ella el centro del mundo. Sobre el tejado, el cielo refulge de estrellas, cráneos muy blancos reluciendo eternamente. Entonces ella comienza a gritar su sudor de savia y sangre. El trabajo de los huesos de las caderas separándose como piedras que hace mucho asentadas no resisten la imposición violenta de las aguas. Ella siente los dolores en oleadas que van y vienen en flujo y reflujo, y por fin su canal se dilata totalmente para el paso de los ríos, primero el río que trae un muchacho, después el río que trae una muchacha.
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